16 noviembre 2009
A la vuelta de casa una vecina ha montado su puesto de comida corrida. En el parque cuatro puestos improvisados venden ropa usada. En la ventana de una casa anuncian cachorros de razas finas y mascotas exóticas; una cuadra más abajo un discreto letrero ofrece hacer uñas de acrílico a “precios caseros”. Lo que los gobernantes denominan el cáncer del comercio informal, no es sino el esfuerzo de las y los mexicanos para aliviar el brutal impacto de la crisis económica. No es falta de educación o voluntad para trabajar sino real sentido de conservación.
Según el INEGI, en este año 2.93 millones de personas han perdido su trabajo en nuestro país. Ante semejante realidad la gente puede darse por vencida en una suerte de suicidio por inanición o ingeniárselas para subsistir. Afortunadamente las y los mexicanos recurrimos al ingenio del changarro, lo que resulta admirable, sin embargo el comercio informal nos enfrenta a una paradoja monumental que daña a toda la sociedad y crea dos países paralelos.
El negocio informal, por su propia naturaleza, evade todas las reglas del Estado. No tiene permisos de operación, vende alimentos sin regulaciones de salud, contrata gente sin derechos laborales y prestaciones, invade espacios públicos, no paga renta, ni predial, ni impuestos. En pocas palabras puede cometer fraude, intoxicar gente, arrebatar clientes al vecino, fomentar la competencia desleal, vender productos piratas producidos por el crimen organizado y depreciar el vecindario; todo ello sin asumir responsabilidad ante terceros.
Una vez que la gente logra cierta estabilidad en la economía informal difícilmente regresará a la vía formal. Implicaría dejar 30% de sus ganancias en Hacienda, pagar seguridad social para sus empleadas y respetar sus derechos laborales; rentar un local y pagar el predial que permite alumbrado público y limpieza de calles, encima pagar por depositar dinero. Cuando hablamos de estado de derecho queremos decir que todas las personas están gobernadas por reglas que protegen sus derechos y se aplican uniformemente. Puede decirse que la economía informal abona a la destrucción de ese estado (o lo que quede de él).
Mientras el Estado mexicano fomente la esquizofrenia económica nada cambiará. Por un lado impone un impuesto al depósito en efectivo y amenaza con castigar a quienes no declaren, y por otro hace ojo de hormiga ante millones de personas que volvieron al sistema bancario del colchón casero. Mientras su perspectiva de capitalismo rampante no se modernice nada cambiará. Las posibilidades son muchas: microcréditos con reglas de operación sencillas, escuelas de oficios en todo el país; formas de contratación temporal que beneficien a las dos partes, eliminar los monopolios y simplificación administrativa real.
Para unificar los dos Méxicos el gobierno necesita asumir la realidad de las raíces de la economía informal. Ignorarla o penalizarla sólo abona a la tensión social. El Presidente y los empresarios que dominan la economía están atorados en un diálogo de sordos. Nos urge que asuman una solución creativa. Aceptar la realidad, buscar nuevos caminos y fomentar microeconomías incluyentes con reglas flexibles que permitan incluir a quienes descubrieron que vivir fuera de las reglas es la mejor opción. No podemos seguir castigando la pobreza, hay que transformarla en posibilidad de cambio.
Según el INEGI, en este año 2.93 millones de personas han perdido su trabajo en nuestro país. Ante semejante realidad la gente puede darse por vencida en una suerte de suicidio por inanición o ingeniárselas para subsistir. Afortunadamente las y los mexicanos recurrimos al ingenio del changarro, lo que resulta admirable, sin embargo el comercio informal nos enfrenta a una paradoja monumental que daña a toda la sociedad y crea dos países paralelos.
El negocio informal, por su propia naturaleza, evade todas las reglas del Estado. No tiene permisos de operación, vende alimentos sin regulaciones de salud, contrata gente sin derechos laborales y prestaciones, invade espacios públicos, no paga renta, ni predial, ni impuestos. En pocas palabras puede cometer fraude, intoxicar gente, arrebatar clientes al vecino, fomentar la competencia desleal, vender productos piratas producidos por el crimen organizado y depreciar el vecindario; todo ello sin asumir responsabilidad ante terceros.
Una vez que la gente logra cierta estabilidad en la economía informal difícilmente regresará a la vía formal. Implicaría dejar 30% de sus ganancias en Hacienda, pagar seguridad social para sus empleadas y respetar sus derechos laborales; rentar un local y pagar el predial que permite alumbrado público y limpieza de calles, encima pagar por depositar dinero. Cuando hablamos de estado de derecho queremos decir que todas las personas están gobernadas por reglas que protegen sus derechos y se aplican uniformemente. Puede decirse que la economía informal abona a la destrucción de ese estado (o lo que quede de él).
Mientras el Estado mexicano fomente la esquizofrenia económica nada cambiará. Por un lado impone un impuesto al depósito en efectivo y amenaza con castigar a quienes no declaren, y por otro hace ojo de hormiga ante millones de personas que volvieron al sistema bancario del colchón casero. Mientras su perspectiva de capitalismo rampante no se modernice nada cambiará. Las posibilidades son muchas: microcréditos con reglas de operación sencillas, escuelas de oficios en todo el país; formas de contratación temporal que beneficien a las dos partes, eliminar los monopolios y simplificación administrativa real.
Para unificar los dos Méxicos el gobierno necesita asumir la realidad de las raíces de la economía informal. Ignorarla o penalizarla sólo abona a la tensión social. El Presidente y los empresarios que dominan la economía están atorados en un diálogo de sordos. Nos urge que asuman una solución creativa. Aceptar la realidad, buscar nuevos caminos y fomentar microeconomías incluyentes con reglas flexibles que permitan incluir a quienes descubrieron que vivir fuera de las reglas es la mejor opción. No podemos seguir castigando la pobreza, hay que transformarla en posibilidad de cambio.
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