Víctor Orozco
A propósito de la reforma constitucional en puerta, conforme a la cual se modificaría el artículo 40 de la Constitución General para incluir en la definición de la república el distintivo de laica, sumado a los de representativa, democrática y federal, es pertinente recordar las grandes batallas ideológicas libradas durante la etapa de la reforma liberal en México. Muchos estarán de acuerdo que entre las celebraciones del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, estamos dejando a un lado la conmemoración de este acontecimiento, el proceso de mayor trascendencia en la historia mexicana. El documento político insignia de este movimiento fue la constitución federal promulgada el cinco de febrero de 1857. También en esta misma fecha se expidió el código político de 1917, en una coincidencia ajena a la casualidad, pues los diputados constituyentes quisieron mostrar simbólicamente la continuidad de los principios animadores de la reforma en la revolución.
La “década nacional” como se le ha llamado a los años transcurridos entre 1854, al inicio de la revolución de Ayutla y 1867, cuando triunfa en definitiva la república sobre el imperio de Maximiliano, es de esas fases en las cuales se condensan de tal manera los hechos, conflictos, contradicciones, proyectos, que se ofrecen como una cámara de combustión en cuyo interior crece la presión hasta provocar el estallido que pone en marcha a las sociedades y las impulsa por largos períodos. Si atendemos a la profundidad de las polémicas, al antagonismo de los contendientes, a la autonomía que cobró el desarrollo de las ideas respecto a dogmas y prejuicios, a la primacía de los programas sobre las puras conveniencias personales, a la lucidez de sus protagonistas, este período no guarda otro equivalente en la historia de México.
Un documento escasamente conocido, que puede ayudar a comprender la magnitud de la victoria alcanzada por la República y también el porqué de la imposibilidad para arribar a una solución negociada del conflicto, es la carta con la cual se despidió el nuncio apostólico Luigi Clementi, obispo de Damasco, quien había llegado al país en 1851 y fue expulsado del mismo diez años después, a raíz del triunfo militar de los liberales sobre el partido conservador. Expongo algunas de las tesis sustentadas por el alto dignatario del Vaticano y compartidas de pe a pa por el clero mexicano, así como por los más influyentes miembros del conservadurismo. Debo decir antes, que Clementi recibió la orden de salir del país por su activo involucramiento en sus asuntos internos y sobre todo en la recién acabada guerra de los Tres Años. Fue el último embajador de la Silla Apostólica hasta que los cambios promovidos por Carlos Salinas en la década de los noventas del pasado siglo, posibilitaron la reanudación de las relaciones diplomáticas entre México y aquella entidad.
El documento de marras, dirigido al ministro de gobernación, se refería a varias de las reformas alcanzadas a raíz del triunfo revolucionario, para condenarlas, “…declarando nulo, inválido e ineficaz en todos sus efectos: 1. La expropiación, que la Iglesia Mejicana ha sufrido de todas sus propiedades…2. La introducción en la República de la libertad de cultos, aún del judaico, mahometano y del abominable de la idolatría, en menosprecio de la doctrina católica, que excluye necesariamente la existencia de cualquiera disidente profesión religiosa, 3. La autorización del matrimonio civil, con que se ha manchado la pureza y la santidad de la unión marital cristiana y se ha otorgado la sanción de la ley a la prostitución y al concubinato; 4. La prohibición, con que se ha quitado a las vírgenes católicas el derecho de consagrarse a Dios en aquel estado, que les fuera más agradable…”. Remataba el texto con varias aseveraciones en las que proclamaba palmariamente la superioridad de la autoridad eclesiástica sobre la civil: “La Iglesia encierra en sí misma todos los requisitos necesarios al libre e independiente desarrollo de su poder divino y bajo ningún aspecto podrá sujetarse a la voluntad y a las injustas y opresivas exigencias del poder humano”. Tal carácter tenían, a juicio del prelado, las enumeradas leyes mexicanas.
Esta posición de la jerarquía eclesiástica, constituía el corazón del ideario bajo el cual combatían los conservadores. Era única, emanada directamente de la Santa Sede y sin posibilidades de transigir aún en aspectos secundarios. ¿Qué le quedaba al estado mexicano si se abstenía de tocar las gigantescas y sagradas propiedades de la iglesia?. ¿Aceptar de por siempre el estatus de arrendatarios que tenía el grueso de los labradores mexicanos?. ¿Consentir en la exención de impuestos a la mayor propietaria de tierras y fincas urbanas en México?. Y, si se mantenía la religión oficial, ¿Seguir prohibiendo cualquier otro culto diverso al católico y perseguir a sus posibles adherentes?. ¿Someterse a la iglesia aún en la materia clave de regular el estado civil de las personas?. ¿Abdicar del deber de aplicar la ley a todos por igual, reconociendo que la iglesia estaba por encima del mismo orden jurídico general?.
Cualquiera respuesta afirmativa a estas cuestiones, entrañaba la renuncia a constituir una nación independiente y soberana. El pleito entrañaba un problema de existencia. Por supuesto, las circunstancias han cambiado desde entonces y la iglesia ha aceptado en principio la libertad de cultos. En otros puntos, sin embargo, las palabras de Clementi todavía resuenan en las del cardenal Rivera cuando sostiene que él atiende primero a las leyes divinas y luego a las humanas, para justificar su militancia en contra de preceptos legislativos públicos, como el que permite el contrato de matrimonio entre homosexuales en el Distrito Federal o su abierta campaña para que las leyes penalicen el aborto en todos sus tipos. Ninguno de ambos, desde luego, agregó que ellos son los privilegiados intérpretes de las normas venidas de la divinidad, así que al final quedan ubicados como árbitros supremos y por encima del Derecho que al resto nos rige.
La insistencia en preservar y fortalecer el carácter laico del Estado mexicano, no descansa como puede advertirse del significativo documento que menciono, en una orientación anticatólica. Reside en la protección de valores e intereses generales como los siguientes:
- Las libertades públicas, atropelladas y conculcadas siempre que se pretende imponer una concepción de la moral y de la vida exclusiva y excluyente,
- El derecho de los habitantes a profesar cualquier confesión religiosa, sin que el Estado o los políticos utilicen su fe para promover a sus propios intereses. (Más que nadie los católicos deberían indignarse por ejemplo, cuando políticos como Vicente Fox se exhiben con crucifijos en actos públicos o como Peña Nieto, retratándose en el Vaticano).
- El derecho que tienen los creyentes a que su iglesia respete la opción política de su preferencia, así como el Estado respeta su opción religiosa.
- La obligación para los gobernantes de abstenerse de participar en actos religiosos. Por vía de ejemplo, la presencia de los representantes de los tres poderes del estado de Chihuahua a la ceremonia de investidura del nuevo obispo de la diócesis de la capital, revela el irrespeto al resto de las creencias religiosas y una estafa a la ley civil, que les ordena mantener la dignidad de su encargo.
Estas consideraciones de sobra fundamentan la pertinencia de la reforma constitucional definiendo a México como una república laica. Es quizá el mejor homenaje a la mayor de las gestas emancipadoras emprendida en este país, en el aniversario de la Constitución.
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