11 marzo 2010
Siete de cada 10 mexicanos creen que la democracia es un fraude. Y esto es de una gravedad extrema. Aun cuando una proporción similar la considere, todavía, la mejor opción. Algo así como lo que decía el gran Churchill: “…es el peor sistema de gobierno, exceptuando a todos los demás”.
Lo malo es que aquí no se trata de frases ingeniosas. La oportunísima encuesta del periódico EL UNIVERSAL no sólo es reveladora, sino un gritote de alerta sobre los ánimos nacionales: una mayoría cree que la situación política es muy inestable, lo cual implica la incertidumbre como constante de sobrevivencia; aunque hay un rechazo a la dictadura, uno de cada tres la preferiría al actual estado de cosas; ya son mitad y mitad los que difieren en que haya un gobierno respetuoso de la ley y acotado por el Congreso, frente a los que estarían de acuerdo en un gobierno todavía más autoritario y al que le venga guango lo que piensen y hagan senadores y diputados.
La encuesta revela también múltiples razones para este hartazgo generalizado: el abuso de poder sigue lastimando a una ciudadanía permanentemente ofendida; la voracidad de la corrupción no ha disminuido con los gobiernos panistas, que tanto criticaron por ello a los priístas, sólo que aquéllos eran cínicos simpáticos y éstos, mustios insoportables; el incumplimiento de las promesas de campaña es otro factor de desaliento, ya las palabras no son lo que eran antes; los sainetes entre partidos, que solían ser divertidos, ahora son francamente patéticos, como la tragicomedia pinochesca del pacto de Bucareli.
A propósito, está muy claro que son precisamente los actores políticos los que no sólo degradan la política, sino atentan contra la fe en la democracia. Son sus trácalas, sus abusos y sus corruptelas las que deprecian las estructuras democráticas que tanto ha costado edificar. Sin embargo, para muchos resulta difícil discernir el valor de la democracia en su sentido más amplio y el uso indiscriminado y perverso que de ella hacen quienes —desde el poder— la demeritan cada día.
Aun a riesgo de la injusticia que implican las generalizaciones, hoy podemos afirmar que la calidad de nuestros gobernantes y representantes está muy por debajo de los altísimos ingresos y canonjías que perciben como contraprestación a un trabajo no sólo mediocre sino, con frecuencia, abusivo y hasta corrupto. Hay, por desgracia, una visión cortísima del futuro, una carencia de valores y una falta de patriotismo exasperantes en la gran mayoría de nuestros políticos. De ahí la mediocridad de su actuación, la pobreza de su lenguaje y la falta de resultados tangibles, de soluciones viables, a los grandes problemas de la nación y a los pequeños desafíos de cada uno.
Por eso la distancia entre gobernantes y gobernados es no sólo cada vez más grande sino más riesgosa. El alejamiento y la marginación se acercan, paradójicamente, a la violencia.
Retomando el principio: no se trata aquí de una desilusión, que alguien diría se cura con una nueva novia; lo que alerta es la irritación, porque de ahí al coraje y a la furia ¿y luego? qué sigue.
Lo malo es que aquí no se trata de frases ingeniosas. La oportunísima encuesta del periódico EL UNIVERSAL no sólo es reveladora, sino un gritote de alerta sobre los ánimos nacionales: una mayoría cree que la situación política es muy inestable, lo cual implica la incertidumbre como constante de sobrevivencia; aunque hay un rechazo a la dictadura, uno de cada tres la preferiría al actual estado de cosas; ya son mitad y mitad los que difieren en que haya un gobierno respetuoso de la ley y acotado por el Congreso, frente a los que estarían de acuerdo en un gobierno todavía más autoritario y al que le venga guango lo que piensen y hagan senadores y diputados.
La encuesta revela también múltiples razones para este hartazgo generalizado: el abuso de poder sigue lastimando a una ciudadanía permanentemente ofendida; la voracidad de la corrupción no ha disminuido con los gobiernos panistas, que tanto criticaron por ello a los priístas, sólo que aquéllos eran cínicos simpáticos y éstos, mustios insoportables; el incumplimiento de las promesas de campaña es otro factor de desaliento, ya las palabras no son lo que eran antes; los sainetes entre partidos, que solían ser divertidos, ahora son francamente patéticos, como la tragicomedia pinochesca del pacto de Bucareli.
A propósito, está muy claro que son precisamente los actores políticos los que no sólo degradan la política, sino atentan contra la fe en la democracia. Son sus trácalas, sus abusos y sus corruptelas las que deprecian las estructuras democráticas que tanto ha costado edificar. Sin embargo, para muchos resulta difícil discernir el valor de la democracia en su sentido más amplio y el uso indiscriminado y perverso que de ella hacen quienes —desde el poder— la demeritan cada día.
Aun a riesgo de la injusticia que implican las generalizaciones, hoy podemos afirmar que la calidad de nuestros gobernantes y representantes está muy por debajo de los altísimos ingresos y canonjías que perciben como contraprestación a un trabajo no sólo mediocre sino, con frecuencia, abusivo y hasta corrupto. Hay, por desgracia, una visión cortísima del futuro, una carencia de valores y una falta de patriotismo exasperantes en la gran mayoría de nuestros políticos. De ahí la mediocridad de su actuación, la pobreza de su lenguaje y la falta de resultados tangibles, de soluciones viables, a los grandes problemas de la nación y a los pequeños desafíos de cada uno.
Por eso la distancia entre gobernantes y gobernados es no sólo cada vez más grande sino más riesgosa. El alejamiento y la marginación se acercan, paradójicamente, a la violencia.
Retomando el principio: no se trata aquí de una desilusión, que alguien diría se cura con una nueva novia; lo que alerta es la irritación, porque de ahí al coraje y a la furia ¿y luego? qué sigue.
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