viernes, junio 25, 2010

Guardianes del infierno

MÉXICO, D.F., 23 de junio.- Allí está nuestro Cerbero mexicano. Esa figura de la mitología griega, ese perro de tres cabezas parado en la puerta del infierno. El guardián del Hades, encarnado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cuya mayoría asegura que no habrá escapatoria jamás, jamás. Al hablar y votar como lo acaban de hacer siete ministros en el caso de la guardería ABC aseguran que no será posible salir del país donde todo pasa y no pasa nada. Donde no hay “responsables”, sino tan sólo “involucrados”, y de rango menor. Donde importa más apaciguar el enojo del presidente Calderón con el histórico dictamen del ministro Arturo Zaldívar, que el reconocimiento de las verdades incómodas que revela. Donde los “involucrados” de alto nivel alegan que no se les concedió audiencia, cuando tuvieron acceso privilegiado a los ministros y pudieron hacer un cabildeo personal tan exitoso que los exoneró.

Nuestro Cerbero nacional, un vigilante leal de las compuertas que impiden a los mexicanos el éxodo del inframundo. Un lugar en el cual la población se ha acostumbrado a la impunidad y no tiene más recurso que la indignación personal. Un lugar en el cual se obliga a los padres de 49 niños muertos a rogar por la intervención del Máximo Tribunal dado que los Ministerios Públicos no investigan crímenes, las Procuradurías no procuran justicia, los funcionarios no renuncian, las instituciones no cumplen. Y llegan allí, el pecho cubierto con las fotografías de los hijos que depositaron al cuidado del IMSS –cuyo escudo es un águila que protege a una madre que protege a un hijo– y que nunca más volvieron a abrazar. A acariciar. A mecer entre sus brazos, como todavía lo pueden hacer Juan Molinar y Daniel Karam y Eduardo Bours con los suyos.

Cerbero, el hermano de la Quimera, de la pendencia. Cerbero tiene –según los textos clásicos– una cabeza que representa el pasado; aquella era en la que los ministros de la Suprema Corte se comportaban como comparsas del Poder Ejecutivo y seguían sus instrucciones. Aquella era en la que no importaba ignorar, mancillar y burlarse de la Constitución o ponerla al servicio de la protección política. Aquella era en la cual, en aras de “defender” a las instituciones del Estado mexicano, se ignoraba cuando fallaban y se olvidaba a quienes padecían los costos, que casi siempre eran los desposeídos.

Aquella era que considerábamos superada y vemos revivir con ministros temerosos o inconsistentes o presionados o escurridizos; con argumentaciones –en tono consistentemente socarrón– como las del ministro Aguirre Anguiano, que sólo reconoce “algunas negligencias” e ignora las implicaciones probabilísticas del muestreo realizado por la Comisión Investigadora. O las del ministro Sergio Valls, con las que asegura que “no es problema del IMSS el de la supervisión” por la instalación de una gasolinera cerca de la guardería, y con ello se lava –y les lava– las manos a los “involucrados”. O las del ministro Luis María Aguilar Morales sugiriendo que no hay una buena ley que regule las guarderías, pero a la vez rechaza que exista un desorden generalizado por ello. O las de Margarita Luna Ramos, quien dice que “probablemente sí se diera el desorden” pero no se atreve a votar para acreditarlo. O las de Fernando Franco, quien afirma que hay “irregularidades de diferente grado y hay algunas que no afectan la seguridad”, con lo cual acepta que se viola la ley un poquito. O las de Guillermo Ortiz Mayagoitia, quien –increíblemente– usa como pruebas para acreditar su posición los “comentarios de la gente” y con ello constata que el sistema de guarderías subrogadas del IMSS es satisfactorio, cuando la investigación auspiciada por la propia Corte evidencia lo contrario.

Y sin duda todos ellos se sentirán orgullosos por la defensa del honor del IMSS, sin comprender que en este caso no se denostaba a la institución como tal, sino a los funcionarios omisos o incompetentes; se trataba –como lo subrayó con razón el ministro Zaldívar– de proteger al IMSS de los malos servidores públicos. Y sin duda los ministros de la mayoría se escudarán en esa facultad de investigación maltrecha y mal diseñada que les otorga el artículo 97 de la Constitución. Dirán que hicieron todo lo posible, dadas sus limitaciones. Incluso insistirán en que les quiten la facultad para así evitar la incomodidad que entraña asumir posiciones controvertidas y defenderlas. Pero el dictamen singular del ministro Zaldívar les ofrecía una puerta de escape, una ruta con la cual ayudar a los mexicanos a salir del infierno de la impunidad garantizada. Él ofrecía otra cara para el Cerbero cómplice de las cosas tal y como son. Él ofrecía la cara del futuro para la Suprema Corte, la faz de lo que podía ser.

La Suprema Corte que México merece, capaz de perderle el miedo a las palabras; capaz de mirar a ese otro México en el que ellos no viven, habitado por personas sin poder –como los padres de la guardería ABC–, cuyos derechos tienen la obligación de proteger. Capaz de pronunciar la palabra “impunidad”, la palabra “responsable”, la palabra “omisión”, la palabra “violación”, como lo hicieron José Ramón Cossío y Olga Sánchez Cordero y Juan Silva Meza y José de Jesús Gudiño. Capaz de exigir una modificación constitucional para que las investigaciones que realiza sí tengan efectos jurídicos. Porque si no lo hacen y continúan escondiéndose detrás de la ambigüedad, los tecnicismos y las visiones estrechas, los ministros que votaron una y otra vez en contra del dictamen tan sólo darán validez a lo que su colega Arturo Zaldívar reprochó: si el segundo párrafo del artículo 97 no sirve para fincar responsabilidades, pues “realmente no sirve para nada”.

Como no sirvió en este caso porque la mayoría de la Corte simplemente no quiso darle vida o sentido al texto constitucional. Optó por ignorar el argumento –enraizado en las mejores democracias– de la responsabilidad política asociada con el servicio público. Y con ello mostró la tercera cara de Cerbero, la cara del presente. La cara de los fallos jurídicos mediocres y mal argumentados. La cara que insiste en considerar la crítica necesaria como alta traición a la Patria. La cara de un México en el que siempre faltan reglas y donde las que hay no se cumplen. La cara con la cual se aceptan las omisiones, y por ello nunca hay servidores públicos de alto nivel responsabilizados, como Juan Molinar o Daniel Karam, que saltarán a otro puesto gracias al permiso que la Corte les ha dado. La cara desencajada de los padres de 49 niños muertos a quienes la Corte les acaba de decir: “Bienvenidos al infierno, y ni modo”. Una Suprema Corte que, parafraseando las palabras de Juan Rulfo, “no oye ladrar a los perros

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