Nelson Mandela posee, por lo menos en Sudáfrica, el don de la ubicuidad.
Se lo encuentra en canciones infantiles, en avisos publicitarios, en discursos oficiales y conversaciones informales, en boca de policías y pobladores y banqueros; donde uno coloca la mirada o aguza el oído, el rostro y remembranza sonriente de Madiba (el nombre de clan con que todos lo llaman) incita a sus compatriotas a la emulación incesante.
Una resonancia tan categórica es comprensible. Mandela encarna, para los sudafricanos como para el resto del mundo, la derrota del apartheid y la milagrosa transición a la democracia en una tierra que avanzaba inexorablemente hacia una sangrienta guerra civil. Liberado de un cautiverio que duró 27 años despiadados, utilizó su aureola legendaria como el preso político más famoso del planeta para extender una mano de amistad y reconciliación a sus carceleros en vez de predicar la venganza. El prestigio de Mandela se acrecentó aún más cuando, siendo el primer presidente elegido libremente en la historia de su país, rehusó perpetuarse en el poder como es habitual para mandatarios en ese continente.
Yo también he participado en esta idolatría. Yo también lo considero uno de los pocos gigantes morales de que disponemos en nuestra época avara y mezquina.
A pesar de esta admiración, cuando visité Sudáfrica por primera vez en 1997 me inquietó que Mandela fuera la única figura simbólica en torno a la cual podían comulgar todos los sectores, ricos y pobres, gente de derecha y de izquierda, blancos y negros y un arcoíris de otras tonalidades de piel. Retornando este año para dar la conferencia que se dicta en su honor, descubrí que esta reverencia por un héroe de carne y hueso se había convertido en algo aún más exaltado: se lo trata hoy, en el 2010, como si fuera un santo. Aunque es cierto que Mandela fue indispensable para instaurar un gobierno más justo en su país, y cierto también que sigue siendo el pegalotodo que aglutina y hermana las facciones de una nación turbulenta y dividida, consideré que tal culto era peligroso, colocando sobre sus hombros una carga de responsabilidad imposible de sobrellevar e impidiendo a su pueblo discutir seriamente cómo vivir en un mundo donde ya no contaremos con su presencia.
Resulta que nada menos que Mandela mismo comparte mi recelo. En la página final de su nuevo libro, Conversaciones conmigo mismo –sin duda el último que este anciano de 92 años publicará bajo su nombre–, ese viene a ser su mensaje postrero: “Algo que me preocupaba profundamente en la prisión era la falsa imagen que involuntariamente proyectaba al mundo exterior: de que se me viera como un santo”. Y concluye: “Nunca fui nada parecido, aun sobre la base de la definición terráquea de que un santo es un pecador que siempre sigue tratando de superarse”.
Con la esperanza, por lo tanto, de moldear un legado que dentro de poco no podrá defender en persona, Madiba busca contar la historia de su vida desde una perspectiva diferente de la que conocíamos en sus consagradas memorias, Largo camino a la libertad, publicadas en 1994. Para que sus lectores tuvieran la oportunidad de encontrarse con un Mandela abierto y asequible, autorizó a un equipo de investigadores a cosechar del mar casi infinito de su archivo un autorretrato más frágil y profano.
No me sorprende que tal misión tardara seis años en realizarse. Pude inspeccionar en Johannesburgo esos materiales masivos que contienen los residuos de la vida de Mandela durante mi reciente visita a la fundación que lleva su nombre. Para penetrar en ese santuario, uno debe primero descender una amplia escalera en espiral hasta un piso subterráneo, enseguida pasar por una serie de oficinas con grandes ventanales de vidrio y finalmente detenerse ante una puerta de doble llave, detrás de la cual espera una vasta colección de recuerdos: las fotos iniciales de la juventud de Madiba, sus cédulas de identidad y pasaportes verdaderos y fraudulentos, los diarios de vida y calendarios escuetos y los manuscritos clandestinos sacados de contrabando de Robben Island, además de un acopio de notas de todo tipo y tamaño.
Si bien sólo unas gotas destellantes de este caudal pudieron recogerse en Conversaciones conmigo mismo, los lectores tenemos la sensación íntima de estar recorriendo ese archivo, saboreando sus prohibidas delicias, escuchando en forma casi indiscreta los pensamientos y emociones más latentes de Mandela, a sólo unos pasos y redobles de su mero corazón, especialmente cuando se nos permite asomarnos a las transcripciones de conversaciones que sostuvo con sus más cercanos colaboradores. Ahí llegamos a congeniar con un ícono que se ríe, que vacila y carraspea, que adora los chismes, que acepta sus equivocaciones o insiste en que tiene razón; corremos el velo sobre un hombre que lamenta haberse olvidado de un viejo amigo, que sugiere que le gustaría averiguar el paradero de un guardia que alguna vez se portó bien con los presos.
Todavía más reveladores son los extractos de la correspondencia que se salvó de las décadas en Robben Island, escrita con una dignidad feroz y conmovedora. Es casi como si, en sus horas más oscuras, aun cuando no había esperanza de que se lo liberara, aun el día en que recibió la noticia de la muerte de su hijo o el funeral de su madre, aun cuando borroneaba palabras que sabía nunca llegarían a su destino, aun en esos momentos, especialmente en esos momentos, estaba imaginando un mañana donde cada una de sus expresiones tendría un significado ulterior, cada una meticulosamente examinada, no por cancerberos, sino por una multitud de habitantes de su patria y del mundo entero.
Hay un aspecto aún más notable de estas cartas desde el presidio. Mientras las hojeamos, podemos adivinar de qué modo astuto Mandela tomó en cuenta la vigilancia de los censores que escudriñaron y obstruyeron su correo. También les está escribiendo subrepticiamente a ellos: casi se puede discernir su certeza de que él es capaz de turbar a esos guardianes con palabras que evidencian la crueldad absurda con que tratan a los reclusos, la confianza de que esos centinelas pueden ser educados. Aunque, de hecho, también se está educando a sí mismo, preparándose para la tarea de sobrepasar el abismo racial y la división de clases sociales que amenazaba con destruir a Sudáfrica.
Tal vez por eso encuentra tan alienante y desacertado que se lo considere un santo. No fue debido a su separación de sus semejantes, su lejanía de la maldad, su distancia de los desalientos de una humanidad vulnerable, que pudo prevalecer. Por el contrario, fue zambulléndose en lo que era negativo en su propio interior y en el doliente mundo que lo rodeaba, fue así que pudo transformarse en el hombre que terminó siendo Nelson Mandela. ¿Cómo llevar a cabo esta hazaña? Hay una palabra suya que retorna una y otra vez: integridad. Su propia integridad y su convicción de que esa entereza existe en todos los seres humanos, por mucho que esté escondida bajo una costra de miedo e intolerancia. La fe de Mandela de que si se apela a los mejores instintos de hombres y mujeres, ellos sabrán, en definitiva, responder. Pero sólo lo podrán hacer si comprenden que quien les exige una mejor humanidad compartida no ha traicionado los valores más generosos de la especie, el deseo de un mundo más justo y compasivo; sólo es posible esta transformación si quien hace la apelación ha trazado una línea ética inquebrantable en las arenas movedizas de la historia.
Es un mensaje que la patria de Mandela necesita volver a escuchar. Su prodigiosa Sudáfrica se encuentra de nuevo en peligro, desorientada, casi sin rumbo. Su tierra que dentro de poco tendrá que enfrentar un largo siglo de lucha renovada por la solidaridad y la paz y la verdad sin la mano conductora de Madiba.
Porque Nelson Mandela se está despidiendo.
¿Y cómo, entonces, responderle? ¿Cómo honrar su legado, su sabiduría, su magnanimidad?
Sólo puedo responder con las palabras que le brindé al final de nuestra conversación de una hora hace unos meses en Johannesburgo. Décadas de una vida plena y dura y múltiple lo han extenuado, pero conserva intacta una cierta –no hay otra palabra– majestad, y me alegró notar de vez en cuando un brillo travieso en sus ojos. Yo estaba consciente de que la precariedad de su salud podría disuadirlo de atender la conferencia que me tocaba pronunciar unos días más tarde, y que probablemente esta era la última oportunidad de la que dispondría para agradecerle lo que había realizado, el ejemplo de su vida. De manera que cuando él me dijo adiós, aproveché para pedirle que no hiciera ningún esfuerzo desmedido para asistir a mi presentación, agregando, tal vez con excesiva solemnidad, que era importante que descansara.
–Durante tantos años –le dije– es usted el que nos ha llevado a cuestas. A su país, al mundo entero, a mí. Ahora nos toca a nosotros.
Y fue entonces que, sin soltarme la mano, Nelson Mandela me brindó una sonrisa.
He ahí una posible respuesta. Si sabemos llevar a Mandela con nosotros hacia el futuro, tendremos la bendición de su sonrisa. ¿O acaso hay algo más que podamos pedirle a este hombre que, afortunadamente para él y para el mundo, no es, después de todo, un santo? l
* La última novela de Ariel Dorfman es Americanos: Los pasos de Murieta.
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