El domingo iré a votar por
Andrés Manuel López Obrador por segunda ocasión. Así lo hice en 2006,
convencido que México requería un cambio que sólo puede venir de una
gran coalición popular, orientada hacia la izquierda. El primer sexenio
de la alternancia (2000-2006) fue catastrófico y terminó en un franco
retroceso antidemocrático (con el desafuero y la intervención
presidencial en los comicios). Fox asumió como propio el catecismo
neoliberal, las directivas del consenso de Washington, haciendo a un
lado la reforma institucional del régimen político que se quedó atascado
en una democracia mediática, hueca, gobernada por un arribista sin
sentido de Estado.
Para enfrentar la continuidad, López Obrador construyó su propuesta a partir de un eje:
Por el bien de todos, primero los pobres, claro reconocimiento de que hacía falta una política de Estado dirigida a reorientar el crecimiento y a saldar cuentas con la de-sigualdad, fuente número uno de las dificultades que lastran la convivencia nacional. Esa consigna alertó al clasismo larvado en la sociedad mexicana, indujo al miedo de los privilegiados lanzados sin pudor a la guerra sucia, cuyo beneficiario directo fue el actual presidente Calderón.
Si hace seis años fuimos testigos de la confabulación para impedir
que la izquierda ganara la Presidencia, obsesión que no desapareció
jamás del tablero político, al iniciarse el actual proceso electoral, en
la opinión de expertos y voceros del régimen y medios que lo acompañan,
López Obrador nada tenía que hacer. Pero lo cierto es que remontó mil y
una adversidades, superó innumerables desventajas, corrigió errores y
hoy disputa la Presidencia cuando sus adversarios lo daban por muerto
antes de comenzar.
Adolfo Sánchez Rebolledo
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