Luis Linares Zapata
El talante que orientará los movimientos de la administración federal venidera, qué duda, reforzará su dura inclinación neoliberal. Las reformas anunciadas no dejan resquicio sobre su intencionalidad: modernizar el aparato productivo del país es prepararlo para la competencia y la productividad se declara desde lo alto. Esto quiere decir que seguirá a pie juntillas las recomendaciones que faciliten la inversión externa y den las variadas seguridades que exige el capital. Se consolidará la base que se tiene ya bien asentada y los ajustes siguientes los dictará una coalición que, también, está configurada, desde hace varios lustros, hasta el mínimo detalle. En ella, ocupan lugar preponderante las agrupaciones que reúnen al empresariado de gran calado.
Y no podría ser de otra manera. Desde el momento en que Enrique Peña Nieto se presentó a sí mismo como un hombre conservador, el color y honduras de su venidera administración quedó establecido. Así lo colorean también sus patrocinadores que lo acompañaron, desde que era gobernador del Edomex, hasta su actual condición de presidente electo. Una vez entronizado lo cercarán con celo envidiable. Una coalición, por cierto, harto diferente a la integrada por sus electores efectivos. En esta última dominaron las formaciones de votantes con poca educación, escasa o nula capacidad económica y personas de clase media con avanzada edad. Todavía está por aclarase, con la debida precisión, varios asuntos relativos a tal agrupamiento de simpatizantes. Uno, el principal, se refiere al dudoso ascendiente, la ficticia penetración o la nula cercanía del priísta con los grupos poblacionales más desprotegidos, esos situados en la mera base de la pirámide socio-económica. A pesar de ello, sobresalen, como entusiastas apoyadores, los habitantes de zonas de alta marginación: indígenas y habitantes de zonas rurales que acudieron en tropel a las urnas (entre 65 y 85 por ciento de participación) y que representan 35 por ciento del padrón. Fueron ellos los que dieron a Peña la parte sustantiva del triunfo oficialmente reconocido. Así, el candidato de los de mero arriba llega a obtener, de la marginalidad en todo sentido, un monto 2.8 millones de votos por encima de su real oponente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Cifra que representa 84 por ciento de la supuesta ventaja que le dio el pase a la historia del éxito.
Algunos analistas, manteniéndose objetivos al extremo, ponen el acento en la influencia de las televisoras para explicar las inclinaciones de la alta pobreza por el triunfante candidato priísta. Y algo de ello hay de realidad en esa postura, pero no es ni de cerca suficiente. Otros recurren al uso faccioso de los programas sociales controlados por los distintos órdenes de gobierno, y aquí sí hay correlaciones aceptables. En primer término aparecen en este drama los operadores de la Federación (Oportunidades) y, por eso, la candidata del PAN fue tan favorecida y, AMLO, relegado al tercer puesto de las simpatías. Lo cierto es que, en los estados gobernados por el PRI la preferencia de la pobreza y alta marginación se inclinó marcadamente por Peña. En los del PAN ganó, claro está, la desaparecida Josefina. En cambio, donde la izquierda (¿?) es gobierno el voto se dividió casi por partes iguales. Lo notable es que la compra o coacción del voto y los votantes es sólo una anécdota incidental y no, como fue, el meollo de la manipulación.
La incógnita, tal vez la mayúscula y no abordada por la crítica como es debido, provenga de la manera en que se interprete, comparativamente, la votación habida en las casillas normales respecto de las llamadas especiales. Estas, como se sabe, reúnen una muestra bastante representativa del padrón general del país. Allí el desbalance a favor de AMLO fue apabullante: alrededor de 42 por ciento del voto, dejando el resto dividido en partes iguales entre PRI y PAN. Desafortunadamente para la expresión de la voluntad popular, el número (unas mil) de tales casillas fue, de nueva cuenta, insuficiente para captar el enorme potencial de los sufragistas en tránsito que, en México, se cuentan por millones. Las y los trabajadores, jóvenes en su mayoría, definen el perfil de los votantes de esas casillas, siempre dotadas, por norma, con pocas boletas.
Encuadrar la venidera administración priísta dentro del más férreo sino neoliberal no es simple afirmación caprichosa o de mala intención. Se endereza de tal manera debido a las inclinaciones manifiestas de varios personeros del grupo triunfante. El aparato de convencimiento de apoyo también trabaja, con ánimos cotidianos y sin descanso, en ese preciso sentido. Las famosas reformas estructurales diseñadas para dar continuidad al modelo de gobierno, instaurado hace ya casi 30 años, son un apabullante lugar común de referencia. Se deben llevar a término para sacar a México del atolladero, se machaca con ciega fe desde las muchas tribunas del oficialismo. Poco importa, para la plutocracia dominante y sus arietes partidistas del Prian, que se esté llegando en casi todos los países desarrollados afectados por la crisis global a límites que anuncian la debacle del neoliberalismo.
La opinocracia y demás apoyadores del régimen despliegan sus desinteresadas sugerencias hacia el presidente electo. Aseguran que México ha cambiado y que deberá gobernar dentro de la pluralidad democrática existente. Alejarse del autoritarismo es otra conseja común aun cuando este talante ya se dibuja claramente. Esperan que desate las fuerzas del crecimiento y maniate al crimen organizado pero la continuidad no ceja de aparecer como ruta prestablecida. La palmaria e inclemente desigualdad es sólo mencionada de paso por los augures del buen puerto futuro. Pero esta sangrante característica de México es la más formidable atadura que impide el desarrollo nacional. Y esa desigualdad es la que se alentará, al transitar por la vía neoliberal e imponer las reformas en marcha, todavía mayor inequidad. Esa ha sido la consecuencia en el mundo y esa es, agrandada, la terrible realidad mexicana. Es ahí y desde ahí, que la plutocracia ha sacado su desproporcionado beneficio. Peña, como afinado producto sistémico, no tiene otra opción que seguir ensanchando las diferencias existentes.
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