Porfirio Muñoz Ledo
El Universal
El fantasma que hoy recorre a México es la ingobernabilidad. Ésta se define como el encogimiento de las autoridades frente a la sobrecarga de demandas de la población y, en una acepción más estricta, como "la carencia de autonomía, cohesión y legitimidad de las instituciones de gobierno, que genera un colapso del apoyo político de los ciudadanos a los gobernantes".
Asistimos al final catastrófico de un sexenio cuyos objetivos expresos de reformas políticas y económicas se frustraron, en unos casos por desinterés y en otros por incompetencia política para llevarlas a cabo. Lo único que parece haberle importado a este gobierno es la colonización y el usufructo patrimonialista de las instituciones del Estado. Objetivo primordial fue, sin embargo, la continuidad de un modelo económico fundado en la supeditación al interés extranjero y en la preservación de los privilegios.
Más tarde se reveló que la decisión política fundamental de este gobierno consistía en su propia reproducción. En una suerte de reelección disfrazada con los ropajes de las contiendas democráticas pero con el apoyo irrecusable de los poderes públicos a la candidatura del continuismo. La determinación expresa de instaurar una nueva dinastía política y de cerrar el paso, ahora y mañana, a una victoria de las fuerzas de izquierda.
A este esquema, que se comienza a implantar en algunos países de la periferia, se le ha denominado "democracia colonial". Ello implica el aseguramiento y la prolongación de estructuras de poder interno sometidas a estrategias diseñadas por poderes hegemónicos. Significa no sólo la pérdida del atributo esencial del Estado, que es el ejercicio de la soberanía, sino también su impotencia creciente frente a los poderes fácticos.
La agenda presidencial, aparte de las ocurrencias de Fox, tiene sólo dos materias: consumar la imposición y organizar la despedida. Para cumplir la primera requiere, no obstante, de la concurrencia de varios factores: un fallo del Tribunal Electoral favorable a su candidato, la inacción de la Suprema Corte ante el pedimento ciudadano, la desmovilización de la sociedad y el sometimiento de las Fuerzas Armadas a eventuales órdenes represivas. En caso de que todas esas circunstancias se produjeran, el país entraría en una inmensa e imprevisible crisis.
El Tribunal Electoral no podría resolver un asunto tan grave como si se tratara de una elección aldeana ni de una simple operación aritmética. Si este último fuera el caso, debería revisar algunas cifras que parecen concluyentes: en las 11 mil 720 casillas que finalmente decidió recontar hay 3 mil 873 con votos de más y 3 mil 659 con votos de menos; esto es, el 60% de las urnas que se revisaron contienen causales de nulidad conforme a la ley y las jurisprudencia.
El valor probatorio de estos hechos es muestral, por lo que el Tribunal tendría que tomar una de dos decisiones: o bien continuar revisando las urnas hasta encontrar el verdadero ganador, lo que es exigencia popular, o bien proceder por un método inductivo y concluir que las irregularidades son de tal modo frecuentes e importantes que podrían revertir el resultado de la elección. En esta hipótesis podría adoptar, como lo ha hecho en ocasiones anteriores, la decisión de anular los comicios.
La afirmación del presidente de la Suprema Corte, Mariano Azuela, en el sentido de que el mandato del artículo 97 de la Constitución -que la faculta para investigar la violación del voto público- es anacrónico, merecería su destitución. Más grave aún es que el titular del órgano responsable del control de la constitucionalidad de los actos de autoridad diga que nuestra Carta Magna "está escrita con los pies". Tan pedestre afirmación es inadmisible en boca de un juez y resulta una injuria para todos los constituyentes y parlamentarios que han concurrido en su redacción.
La Corte debería asumir esa responsabilidad suprema sin ningún titubeo. Saben bien sus miembros la relevancia histórica de la decisión que corresponde adoptar al Poder Judicial de la federación. Son conscientes de que está en juego no sólo el orden público sino la continuidad de la vida constitucional del país. Esperemos que actúen en consecuencia.
No podría descansar la gobernabilidad futura del país en la unción prefabricada de un presidente de la República considerado espurio por gran parte de la población. Demasiado profundas son ya las fracturas económicas, sociales, territoriales y culturales que nos dividen para que se añada ahora una ruptura institucional de proporciones tales que arriesgaría la integridad misma de la nación.
De toda evidencia se requiere la reanudación del diálogo político en el país, pero éste no podría entenderse como la vía para la componenda, sino como el método idóneo para reconstruir el Estado nacional. El punto de partida de cualquier ejercicio de reconciliación patrio habrá de ser el respeto al sufragio emitido por los ciudadanos en ejercicio de la soberanía popular. La usurpación ha sido, en cambio, la fuente más segura de las grandes conmociones sociales.
Bien está que los grupos parlamentarios de ambas cámaras procedan a elaborar sus agendas parlamentarias e inicien los intercambios indispensables para la tarea legislativa. Mejor todavía que reconozcan como tareas primordiales el saneamiento de las instituciones electorales y la inaplazable reforma del Estado. Pero ¿podría pensarse siquiera en la construcción de consensos con el trasfondo de un país devastado por la discordia?
En días recientes Diego Valadés y Arturo Valenzuela han llamado al compromiso de todos los actores políticos para mirar de nuevo los problemas de fondo que México padece. El primero ha invitado a un nuevo "pacto constitucional", que en su criterio debiera incluir los aspectos "que han aflorado como los más vulnerables: un sistema presidencial decrépito, un sistema representativo inoperante, un sistema, electoral incompleto y un sistema de partidos corrupto". Si añadiéramos un sistema de comunicación enajenante, tendríamos la agenda básica de la nación.
El segundo ha subrayado que en una coyuntura crítica como la que vivimos "el orden del día no puede seguir siendo la política chica, de la ventaja del uno sobre el otro" sino que debe "prevalecer una política fundacional" que comprenda la reforma de todas las instituciones que, por causa de su degradación, nos han arrinconado frente al despeñadero en el que nos hallamos. Reformas también de economía y sociedad que nos permitan crecer y abolir la oprobiosa desigualdad.
Esa es la esencia del proyecto que, por una vía paralela, anima a la Convención Nacional Democrática propuesta por la coalición Por el Bien de Todos. Ésta es la ocasión para retomar el hilo de la transición y volver a pensar el país. Una gobernabilidad duradera sólo podrá descansar en la reformulación de las instituciones nacionales y de sus relaciones en el exterior. Este puede y debería ser uno de los momentos estelares de nuestra historia. Para ello necesitamos optar primero entre la guerra y la paz.
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