Neil Harvey
La Jornada
Frente a la crisis del actual sistema político, Andrés Manuel López Obrador ha propuesto un movimiento para refundar la República. Con ello, no se aparta del constitucionalismo como el principio básico del Estado democrático, sino que lamenta su corrupción y busca limpiarlo y renovarlo.
Por su parte, el gobierno y sus simpatizantes defienden el desempeño de las instituciones, como si no hubiera problemas serios en la actuación gubernamental y que todas las críticas representaran un desafío peligroso a la institucionalidad republicana. Pero hay que recordar que la defensa del voto, al igual que muchos otros reclamos contra la impunidad y la violencia estatal (como en Chiapas, Ciudad Juárez, Atenco y Oaxaca) son demandas dirigidas hacia las instituciones para que hagan valer los derechos constitucionales.
Sin embargo, la crisis poselectoral ha sido interpretada de una forma preocupante por algunos defensores de la institucionalidad. Volcados en contra de la figura de AMLO, sus críticos pierden de vista la responsabilidad de las mismas instituciones por la situación actual. Cabe preguntarse: ¿por qué la ciudadanía tiene que aceptar un resultado que no permite tener confianza en el desempeño de las instituciones electorales? Si la situación no es exactamente igual a la de 1988, cuando Salinas tuvo que buscar la legitimidad después de las elecciones porque no la obtuvo en las urnas, hay una similitud preocupante en el sentido de que el resultado puede otorgar el poder pero no la certeza de un proceso justo. Ante esta situación, resulta muy simplista responsabilizar al supuesto mesianismo de un candidato o echar la culpa a los millones de ciudadanos y ciudadanas que han decidido manifestarse pacíficamente en las calles de la capital. Existe entonces el peligro de que la defensa a ultranza de las instituciones se convierta ante los ojos de gran parte de la población no en la defensa de la democracia sino en la defensa del poder. El constitucionalismo puede servir a ambos proyectos, pero es el segundo que termina despojándolo de su legitimidad popular.
La convención nacional democrática abre nuevas posibilidades para construir una democracia más incluyente, creativa e innovadora. Como señalan González Casanova, López y Rivas y Hernández Navarro ('La gran mentira y las alternativas de un México democrático', La Jornada, 16 de septiembre), existe el reto de avanzar en la formación de una democracia de las autonomías, fincada en el respeto a las diferentes formas de organización social y en su coordinación en escalas locales, nacionales y globales.
Algunos politólogos dicen que un país necesita dos procesos electorales competitivos y libres consecutivos antes de ser considerado con una democracia consolidada. Si es así, la larga transición mexicana ha quedado truncada. En este contexto, la refundación democrática tendrá que incluir a nuevos actores, demandas y estrategias en una nueva relación solidaria entre múltiples organizaciones e individuos. Para construir esta relación social podemos aprender mucho de las experiencias de los movimientos de las mujeres, los pueblos indígenas y los trabajadores migrantes en la búsqueda de nuevas formas de articular la diversidad en proyectos comunes. Estos movimientos expresan una pluralidad de demandas y aspiraciones que resisten no sólo la mentira y la imposición sino también la homogenización. En este contexto, hace falta repensar el constitucionalismo para que responda a las condiciones actuales de sociedades desiguales, diversas y globalizadas.
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