Editorial de La Jornada
Acorralado por los legisladores de oposición, el presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, Jorge Zermeño, hubo de aceptar ayer, a regañadientes, una reducción al desmesurado dispositivo policial tendidido en el Palacio Legislativo de San Lázaro y alrededores desde semanas antes del primero de diciembre, fecha en la que está prevista la toma de posesión de Felipe Calderón como presidente constitucional.
Es claro que el alarde de fuerza del régimen no va a disipar la vasta inconformidad social generada por la manera turbia en la que unos resultados electorales impugnados fueron convertidos en declaración de presidente electo a favor del michoacano; a lo sumo, tal vez pueda mantenerla lejos del recinto legislativo por el tiempo requerido para que el todavía presidente Vicente Fox entregue la banda presidencial al titular del Legislativo y éste, a su vez, la ponga en las manos del sucesor favorecido por Los Pinos. Es razonable dudar, por lo demás, que el grupo en el poder tenga la sutileza necesaria para distinguir hasta dónde es necesaria la movilización de los cuerpos del orden para garantizar la seguridad de los asistentes a la ceremonia y en qué momento la operación se convierte, por exceso, en un acto violatorio al derecho a la libre manifestación y los contingentes policiales se transforman en fuerzas represivas.
En lo inmediato, la presencia del Estado Mayor Presidencial y de la Policía Federal Preventiva en los rumbos de San Lázaro se ha significado ya en un atropello al derecho de libre tránsito de los vecinos y de quienes laboran en las inmediaciones del edificio legislativo, los que para llegar a sus domicilios o empleos deben pasar por registros abusivos y arbitrarios. El pánico gubernamental a las muestras de descontento por un proceso electoral cuestionado y cuestionable está generando, en consecuencia, un malestar de signo distinto y plenamente justificado, por lo demás en esa zona específica de la capital de la República.
Desde otro punto de vista, las fuerzas policiales y militares que el panismo coloque en el salón de sesiones de San Lázaro carecen de toda facultad legal para impedir que algunos legisladores se manifiesten, en la fecha mencionada, contra la protesta de Calderón Hinojosa como presidente, y resulta, en ese sentido, perfectamente inútil, a menos que Fox y Calderón estuvieran dispuestos a emplear toletes y gases lacrimógenos entre las curules y alrededor de la tribuna, escenario de brutalidad autoritaria en el que más valdría ni pensar.
En un sentido más amplio, la exhibición de fuerza represiva evidencia, paradojas aparte, la gran debilidad política del grupo en el poder, el cual se ve obligado a parapetarse tras efectivos policiacos y castrenses porque no logró convencer a gran parte de la sociedad de la legitimidad electoral de su permanencia en el poder y, posteriormente, no quiso o no pudo idear y poner en práctica soluciones políticas a la grave crisis institucional en la que sumió al país.
La presente incertidumbre y la vergüenza de un recinto legislativo convertido en cuartel habrían podido evitarse si el panismo hubiese accedido en su momento a permitir un recuento imparcial de la totalidad de los sufragios emitidos en las elecciones del pasado 2 de julio. Hoy, el cerco policiaco-militar al recinto de San Lázaro no hace más que poner de manifiesto a un grupo gobernante cercado por su torpeza política, por su falta de sentido democrático y también, desde luego, por millones de mexicanos que han sido víctimas del desastre gubernamental del foxismo y que viven como un agravio la dudosa manera en la que Calderón ha sido colocado en la antesala de la Presidencia.
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