Jorge Camil
Si el nuevo Presidente tiene memoria histórica reconocerá el dramático encogimiento de la figura presidencial. Sabrá de los tiempos en que la toma de posesión era un evento nacional rodeado de misterio y sabor republicano: la especulación sobre el gabinete, y la revelación de los elegidos entre grandes titulares la mañana misma en que se inauguraba el nuevo gobierno; el viaje en automóvil descubierto por Paseo de la Reforma y el Centro Histórico, y el arribo entre vítores al Palacio Legislativo, precedido por un destacamento de caballería de cadetes del Colegio Militar; el mensaje alentador a la nación, y la solemne entrega de la banda presidencial entre aplausos delirantes de los señores legisladores. ¡La emoción de lo desconocido y la alegría de un nuevo amanecer! ¿Manifestaciones de república bananera?, quizá, pero algunas de esas mismas tradiciones subsisten hoy en Francia, que es una potencia mundial, y en el caso de México el pueblo las disfrutaba en un ambiente de seguridad y estabilidad política. (Hoy, en la fecha de publicación de este artículo, nadie sabe cómo tomará posesión Felipe Calderón, o si podrá hacerlo no obstante la militarización del Palacio Legislativo. ¿Eso es democracia?)
Hasta el desmoronamiento del PRI, provocado por los experimentos económicos de los tecnócratas neoliberales, había certidumbre. Nadie nos conducía a engaño. Sabíamos de dónde veníamos y adónde íbamos: había rumbo. Y además, durante un cuarto de siglo, reconocido por prestigiados economistas internacionales como el milagro mexicano, hubo crecimiento sostenido con promedios de 8 por ciento.
Era la época dorada en que vivíamos la mística de la Revolución Mexicana y los beneficios del desarrollo estabilizador, cuando un Estado corporativo velaba por los pobres y los trabajadores, y a cambio de aceptar el "estado de cosas" nos garantizaba crecimiento económico sostenido y estabilidad política: seguridad y bienestar. Una característica importante de esa época era que los gobiernos contribuían a la unidad nacional fomentando patriotismo y respeto a las instituciones; festejábamos las fiestas patrias y respetábamos a los héroes. Dicen que hoy, en cambio, tenemos el beneficio de una democracia moderna, y algunos analistas demasiado entusiastas comienzan a evaluar el sexenio de Vicente Fox a través del cristal distorsionado del presente: "sacó al PRI de Los Pinos", dicen, y concluyen que ese sólo hecho es suficiente para incluirlo en un lugar de honor en los anales de la historia patria.
Yo, como el refrán, digo que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Y nosotros perdimos mucho a cambio de nada. Hoy, merced a Vicente Fox, repetimos otro conocido refrán: "más vale malo conocido que bueno por conocer". Cambiamos presidentes y secretarios de Estado con oficio político por gabinetazos decepcionantes y aspirantes a funcionarios con "muchas ganas" y poca experiencia.
Es posible que Felipe Calderón sea demasiado joven para recordar la época de oro del presidencialismo mexicano, o que su perspectiva histórica esté distorsionada por el panismo a ultranza que conoció en su infancia. Sin embargo, debe reconocer que el PAN no ganó la elección anterior: le prestó el registro a los Amigos de Fox para que ganaran una elección caracterizada por el rechazo al PRI y el carisma electoral de Vicente Fox.
Así que la Presidencia que hoy se inicia, habiendo arribado al poder bajo la estrategia del miedo, no podría ser considerada un mandato que confirma la vocación panista del electorado, ni mucho menos el incio de una "era panista" que sustituya al imperio del PRI o impida la llegada del PRD. Yo la veo más bien como una "gerencia" más de transición, en la que un grupo de jóvenes administradores intentarán resolver los principales problemas del país: seguridad, empleo, crecimiento económico y la relación con Estados Unidos. Pero el ejercicio del poder exige mucho más que la solución de problemas coyunturales. Demanda imaginación, experiencia, valor, conocimiento de la historia patria, experiencia internacional y, por encima de todo, objetividad; requiere ir más allá del renglón de las utilidades para gobernar con espíritu de compasión y solidaridad; reclama patriotismo y no partidismo.
Con los mártires de Tlatelolco murió la majestad presidencial y comenzamos el largo camino hacia nuestra interminable transición democrática. Una serie de gobernantes de transición (Salinas, Zedillo, Fox) pretendieron guardar lealtades a los partidos que los llevaron al poder mientras iniciaban una época de "gerentes" preocupados por el renglón de las utilidades. Hoy necesitamos líderes y no gerentes. Bajo esta perspectiva, todo apunta a que el gobierno de Calderón será de los segundos y no de los primeros. Peor aún, muchos apuestan a que su gobierno, agobiado por la profunda división en la que está hundido el país, y acosado por la presidencia paralela de Andrés Manuel López Obrador, podría convertirse en uno de esos gobiernos ecuatorianos a los que El País llama "gobiernos con fecha de caducidad".
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