Raúl Zibechi
Los movimientos sociales sudamericanos enfrentan un panorama inédito: la mayoría de los gobiernos del continente se definen progresistas o de izquierda, una realidad que los mismos movimientos contribuyeron a configurar y que puede ayudarlos a crecer o bien bloquear su desarrollo.
En efecto, siete de los 10 países sudamericanos presentan gobiernos que se reclaman afines a los movimientos sociales. Este nuevo escenario está teniendo tal impacto sobre los movimientos que éstos ya no pueden seguir trabajando como antes. A grandes rasgos, existen dos diferencias notables con el periodo anterior. Por un lado, la contradicción entre gobiernos neoliberales y movimientos sociales ya no ocupa el principal lugar. La creciente polarización entre los nuevos gobiernos y las viejas derechas, ahora renovadas con nuevos temas y consignas, tiende a desplazar a los movimientos de su anterior protagonismo. En Venezuela y Bolivia la derecha consigue movilizar sectores importantes de las poblaciones, y en el segundo caso enarbola propuestas autonómicas que resultan un excelente gancho para homogeneizar sus sociedades. Algo similar puede llegar a suceder en Ecuador cuando asuma Rafael Correa el 15 de enero. En Argentina, la derecha se está reagrupando para impedir el avance de la causa de los derechos humanos y consiguió realizar un importante paro agrario contra la política sectorial de Néstor Kirchner. En Brasil, la excusa para la movilización electoral de la derecha fue la corrupción.
Lo novedoso es que la derecha consigue agrupar sectores de las capas medias y en ocasiones consigue ganar la calle con cientos de miles de simpatizantes. En esas situaciones no sólo los movimientos, y sus demandas, se ven desplazados, sino que se ven forzados a moverse en apoyo de gobiernos con los que a menudo tienen sólo coincidencias parciales.
En segundo lugar, se está diseñando una nueva relación entre las fuerzas que integran los gobiernos progresistas y de izquierda y los sectores populares que forman las bases sociales de los movimientos. Se trata de relaciones complejas que están comenzado a ser construidas, en casi todas partes, sobre la base de las anteriores políticas focalizadas hacia la pobreza. En general existen dos "modelos" en el continente. El que se implementa en Ecuador, y de algún modo en Bolivia, aparece centrado en el "fortalecimiento de las organizaciones" sociales que se les asigna a partir de la intalación del Prodepine (Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indios y Negros del Ecuador) a mediados de los 90 la tarea de ser ellas mismas las diseñadoras y ejecutoras de los programas asistenciales. Estos programas han dañado en profundidad a los movimientos. En Ecuador estuvieron a punto de provocar la escisión de la Conaie y consiguieron debilitarla considerablemente.
En Brasil, Argentina y Uruguay, las políticas hacia la pobreza que están implementando los gobiernos progresistas han dado un salto cualitativo respecto a los programas anteriores, todos ellos financiados y promovidos por el Banco Mundial, al igual que en el caso anterior. En sentido estricto, ya no puede hablarse de políticas "focalizadas", toda vez que en Brasil alcanzan a 25 por ciento de la población y en Argentina y Uruguay oscilan entre 10 y 20 por ciento. En realidad estamos ante una reconfiguración de las relaciones entre los estados y los sectores populares, diferente a la que se había gestado durante el periodo de los estados del bienestar.
El resultado es que estas políticas afectan la capacidad de acción de los movimientos, o sea de los pobres organizados. Más aún, tienden a poner en cuestión la propia autonomía conseguida durante el periodo del neoliberalismo duro y puro. Dos hechos están en la base de este debilitamiento: los subsidios generan relaciones clientelares, y por lo tanto verticales, entre los ministerios "sociales" y las masas de pobres no organizados, que ahora se muestran menos proclives a movilizarse. En paralelo, muchos dirigentes de los movimientos pasan a ocupar cargos de menor rango en los gobiernos progresistas, tomando distancia de sus organizaciones o bien poniéndolas en relación de subordinación con los gobiernos para los que trabajan.
Ante este nuevo escenario, poca utilidad tiene empeñarse en repetir lo que hasta ahora había dado resultado. Reconocer los cambios es el primer paso para salir de la debilidad actual. Empeñarse en fortalecer la autonomía (cultural, política y material) parece imprescindible para sortear las actuales dificultades. En nuestro continente, además de los zapatistas, los sin tierra de Brasil son los que cuentan con análisis más claros. No dudaron en movilizarse para apoyar a Lula en la segunda vuelta electoral, con el objetivo de cortarle el paso a la derecha. Pero ya se lanzaron a una campaña de propaganda y movilizaciones, conscientes de que si no hay presión desde abajo Lula no moverá un dedo para poner en marcha la reforma agraria. Con ser necesario, volver a la calle no soluciona todos los problemas. Como señala Joao Pedro Stédile, coordinador del MST, es necesario estudiar, analizar, comprender las nuevas realidades que están naciendo bajo estos gobiernos.
Por último, parece imprescindible establecer nuevas relaciones entre los sectores organizados y los no organizados de abajo. Sin ello, no será posible retomar la iniciativa. Pero aún no sabemos con precisión cómo, con quiénes, ni dónde. Todo apunta a que los cinturones de pobreza de las grandes ciudades serán los escenarios de las futuras revueltas. Los sin tierra apuestan al movimiento hip hop. O sea, a los jóvenes, negros, pobres. En Buenos Aires se adivinan nuevas relaciones entre los jóvenes que se movilizaron en los piquetes, los jóvenes pobres influenciados por la música que se escucha abajo y los inmigrantes paraguayos y bolivianos. En todo caso, en esas regiones satanizadas por los poderes aun los progres hay un mundo de potencias que puede alimentar nuevos movimientos.
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