Luis Linares Zapata
Sujetos de agrias disputas electorales y apreciado segmento de consumidores, las clases medias nacionales sufrirán, una vez más, los embates de la política económica del oficialismo panista. La reforma fiscal que se cocina en las altas esferas decisorias atentará, sin miramientos, contra sus bolsillos y bienestar, tal y como ha sucedido durante las últimas décadas de neoliberalismo. En efecto, el pronosticado IVA a alimentos y medicinas lleva una abultada factura de cobro a este temeroso estamento de la población. Baste recordar cómo padecieron aquel famoso incremento del IVA (de 10 a 15 por ciento) que aprobó el PRI cuando era el gran partido dominante.
Muy a pesar de lo que se piensa, las clases medias no han sido recompensadas por aquellos que resultan sus candidatos elegidos cuando llegan al poder. Una vez entronizados en los cargos públicos, los prospectos afines a las clases medias, en especial aquellos que las han seducido durante los últimos 25 años, se olvidan de ellas y las castigan sin miramientos. La diferencia entre el crecimiento de los precios (inflación) y el poder adquisitivo de los salarios en ese largo periodo, que amenaza con continuar por otros seis más, arroja una diferencia siempre negativa para los intereses clasemedieros por hacerse de un buen estándar de vida. Aun bajo estas circunstancias, las clases medias han continuado, sin graves respingos, respaldando a los que les prometen un pase, casi instantáneo, al primer mundo de los derechos inalienables, las libertades inminentes, la democracia formal o el consumo al alcance de todos los bolsillos. Un lugar de llegada que ven próximo, a tiro de un empuje adicional y compatible con sus íntimas aspiraciones. Pero, sobre todo, las clases medias se afilian, con entrega inigualable, a la fantasía de acercarse a los de arriba. Quieren, con pasión sobrecogedora, ser aceptados en el edén de los grandes refinamientos. Sienten un arraigado cariño grupal por una escala de valores individuales que, no en pocas ocasiones, han sido usados por las elites como espejismos sin referencias concretas, tiempos acordados, contenidos explícitos. Las clases medias desean, a costa de sus propias comodidades y hasta de sus capacidades, ser incluidas en los círculos de aquellos a los que envidian por estar situados, precisamente ahí, donde ellas quieren arribar y estacionarse para siempre.
Tan conspicuo como alocado delirio se ha transformado, no sin su toque de ironía, en parte de su perdición. Al menos tal espejismo ha sido, durante los largos años del neoliberalismo, el señuelo que los atrae, que los impele a reunirse en pos del llamado a la estabilidad, un real paradigma que ha regido la vida organizada de la sociedad mexicana. Es por eso que, sin fuertes turbulencias o contradicciones, los candidatos de la derecha, que siempre son elegidos y alentados por los grupos de presión (esos cuyos integrantes pertenecen a las elites decisorias), resultan casi irresistibles para las clases medias. Aun si por ello se entienden esas porciones de las mismas que lindan con la marginalidad, con la pobreza, y a las que antes se les tildaba como populacho.
Durante la pasada disputa por el poder fueron las clases medias las que, en parte considerable, votaron por la opción panista de forzada continuidad. Una buena parte de ellas emigró, sin remordimientos, de sus tradiciones priístas hacia una oferta en apariencia menos tramposa, más "decente" o aceptable. Oferta atada a un candidato por demás cómodo para los de arriba, para los que, ahora y sin tapujos, le mandan. Calderón y sus estrategas de bolsillo no tuvieron, en concreto, una bien estructurada oferta hacia esas clases medias. Sin embargo, por sus afanes clasistas y un tanto por el arraigado y ya no disfrazado racismo, los panistas obtuvieron su furioso apoyo en las urnas del 2 de julio pasado. Máxime cuando los rivales (PRD, PT y Convergencia) ya habían sido convertidos en perversos enemigos de ese su espejismo de seguridad y progreso.
A pesar de los esfuerzos de López Obrador por radicar, por enfocar sus ofertas de campaña en amplísimo sector de la clase media, en particular aquellos situados en la parte media y baja de los ingresos (entre 9 mil y 3 mil pesos mensuales), no se tuvo la desfachatez de prometer paraísos inasequibles. Calderón, en cambio, se tornó un merolico cotidiano prometiendo, a diestra y siniestra, algo que su modelo continuista es, ha sido, incapaz de entregar: empleos para los mexicanos. Las consecuencias están a la vista.
El ingreso constante que tanto requieren para salir de las postraciones y penurias donde se encuentran atascadas la mayoría de las clases medias se aleja y degrada con el paso de los primeros días del oficialismo en turno. La ausencia de una ocupación productiva que les evite la deportación forzada hacia el norte es un hecho observable entre los clasemedieros. Se están yendo, en número creciente, en búsqueda de un horizonte al menos no tan cerrado, tan vapuleado, como el que aquí les asestó la modernización tecnocrática priísta de antaño y les aplica, sin la menor de las penas, el panismo ultramontano de hoy. Pero, sobre todo, las clases medias están por recibir penalidades adicionales de parte de los que se presentaron como sus protectores a ultranza: los grandes empresarios. Ellos y sus empleados gubernamentales les han incrementado todo: alimentos, gasolina, medicinas, servicios bancarios y, si prosperan sus planes y ambiciones, lo harán con los impuestos. Y todo ello a cambio de pocos, muy pocos empleos adecuados y, menos aún, oportunidades de desarrollo.
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