Arturo Balderas Rodríguez
La desigualdad es nuevamente motivo de preocupación en algunos sectores de Estados Unidos. De acuerdo con una nota del New York Times, ha aumentado dramáticamente la brecha entre quienes reciben ingresos millonarios y aquellos cuyo ingreso es apenas suficiente para pagar por comida y vivienda. Y añade que los 300 mil estadunidenses ubicados en la escala más alta recibieron en conjunto el mismo ingreso que el total recibido por 150 millones de sus conciudadanos ubicados en el decil más bajo de ingresos.
Según los economistas Saens, de la Universidad de Berkeley, y Piketty, de la Universidad de París, esta disparidad en ingresos es significativa y ya tiene repercusiones en términos de estabilidad social y política.
Por su parte, desde el Centro de Prioridades Políticas del Presupuesto se preguntan hasta dónde es racional una reducción de impuestos de 150 mil dólares para quienes ganan anualmente un millón de dólares o más, en tanto que no hay dinero suficiente para dar servicios de salud y educación a más de 47 millones de estadunidenses.
En otro artículo, publicado en el mismo diario, se decía que la desigualdad siempre ha existido en Estados Unidos, pero que se ha visto acentuada en forma alarmante en los años recientes.
Cuando se reflexiona sobre las carencias de una fórmula económica que en el país más desarrollado del planeta no ha sido capaz de evitar que grandes franjas de su población viva en la pobreza, no hay más remedio que ser escéptico sobre la pretensión de imponer al resto de la comunidad de naciones esa misma fórmula. El escepticismo es mayor cuando los gobiernos de algunos países la copian con todo y sus grandes inconsistencias
A pesar de la convicción ideológica que priva en el otro lado sobre la reducción del Estado y la supresión en la intervención del gobierno en la vida económica y social, en la práctica ha funcionado exactamente al contrario.
No obstante la terca insistencia en la reducción del déficit fiscal, éste es el más alto en la historia del país. Sólo por mencionar dos de sus grandes inconsistencias.
Cabe entonces preguntarse por qué en los países en vías de desarrollo se insiste en seguir esos pasos. Reducir el Estado, privatizar sus sectores económicos y sociales hasta en sus áreas más estratégicas y abatir a como dé lugar el déficit fiscal, estrangulando la economía a costa de las mayorías, no ha sido la receta más adecuada para Estados Unidos, donde inclusive se pone en tela de juicio la privatización de la salud, las comunicaciones y otras áreas que, por sensatez, se ha impedido pasen a manos privadas. ¿Por qué esa misma fórmula habría de ser válida para otros países?
La tragedia es que los dirigentes de muchos de esos países, por conveniencia o por ignorancia, no ven ni mucho menos entienden esas grandes contradicciones y se esmeran por copiarlas con todo y sus grandes fracasos.
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