Se llegó a pensar, en efecto, que el Estado estaba en los cielos y la sociedad en la Tierra, o que el Estado era un ser incorruptible o incapaz de abusar de su poder o, inclusive, que era un dios bondadoso que sólo estaba dedicado al cuidado de sus criaturas. Habría que leer y releer a Maquiavelo para darse cuenta de que semejantes fantasías fueron totalmente ajenas a los grandes fundadores de la ciencia política moderna. Sólo se quería decir que el Estado es un poder superior y soberano respecto a todos los demás. Cuando los monarcómacos de los siglos XVI y XVII descubrieron que el Estado era una fiera implacable, tiránica y despiadada, predicaron la disolución del Estado y el tiranicidio (de ahí su nombre). Los modernos anarquistas predicarían más tarde lo mismo.
El Estado reside en la Tierra y es asunto de los mortales que en ella viven y es tan mortal como ellos mismos y tan corruptible y feroz como ellos mismos. Inclusive a los "estadólatras", si es que los hay, les aterra el poder del Estado. La evolución del Estado, nos dice la historia, marchó desde el punto en el que el titular de su poder era un individuo (el monarca, el tirano, el dictador) hasta el punto en el que el Estado comenzó a ser decidido en sus funciones y en sus objetivos por los ciudadanos y se logró que tales cosas se inscribieran en el derecho. El Estado evolucionó del poder ejercido por un individuo o un grupo de individuos al poder de sus instituciones. Y todo esto lo hemos vivido en nuestro país.
Pues hay que agregar que incluso el Estado que es plenamente institucional y se rige por los mandatos de la voluntad ciudadana y se somete al derecho no está libre de lo que producen sus contactos con los grupos de poder privados que florecen en la sociedad: compromisos que a veces son violatorios de la ley, corruptelas de sus funcionarios en todos los niveles para favorecer intereses que resultan contrarios al interés público, manipulación ilegal de las políticas públicas, resoluciones judiciales contrarias a la Constitución y sus leyes, colusiones con toda clase de poderosos (incluidos los narcos), una guerra a muerte en contra de enemigos "peligrosos" que anula el arbitraje neutral que el Estado debe ejercer en los conflictos sociales, y así por el estilo.
Que el Estado es un siervo vil de la gran propiedad privilegiada puede ser cierto; que casi siempre vive coludido con los poderosos de adentro y de afuera es indudable; que el Estado se inclina siempre por el lado que sus funcionarios (en primer lugar, su presidente) están comprometidos en lo privado (o en lo oscurito) no parece que pueda ser desmentido. Se podrían agregar muchas más iniquidades y hasta muchos crímenes que nos dirían que el Estado no es lo que soñábamos. Pero, como diría un viejo populista de los años 70: "El Estado es la última esperanza de los pobres y de los jodidos; si eso llega a faltar, entonces todos estamos perdidos, porque el Estado ha dejado de existir".
Antonio Gramsci lo dijo muy bien: "La política es ferina [de fiera] y humana". Todos los que estén pensando que la política es asunto de ángeles y querubines un día se despertarán en el infierno aquí en la Tierra. Por eso me sorprenden quienes hacen todo lo posible por desacreditar a la política, pregonando que fuerzas oscuras y sucias, todas ellas representando intereses muy privados, incluida la derecha que ahora nos gobierna (es un decir), estén pensando en destruir, hacer colapsar, disminuir, desmontar, desactivar, sustituirlo por poderes privados (grandes oligarcas, grandes financieros, grandes prelados de la Iglesia, generales, algún embajador de la mayor potencia del mundo, etcétera), venderlo al mejor postor o cualquier otra atrocidad que se nos pueda ocurrir. Sencillamente no están pisando en este mundo. Como decía un maestro mío en Roma (fascista, por cierto): "Nadie que tenga el poder podrá pensar en desaprovecharlo o dárselo a otro".
Si al Estado moderno (incluido el nuestro) no lo gobiernan arcángeles, sino hombres de carne y hueso y de intereses también de carne y hueso, contantes y sonantes, no podríamos esperarnos otra cosa. Pero todo ese horror no demerita ni desmiente la característica que denota el mayor logro del Estado: su institucionalidad. Nunca será el Estado como lo queremos o lo soñamos. La política no es asunto de buenos deseos ni de sueños. El Estado es como es y, así como es, lo necesitamos todos: unos, para encontrar la última protección que alguien nos puede brindar; otros, para medrar; otros, quizá, para pasar el tiempo o entretenerse. Pensar que los que tienen el poder desean desaparecerlo es no entender el poder de la institucionalidad del Estado.
El narco podrá tener un inmenso poder, pero no tiene institucionalidad; la Iglesia podrá ser poderosa (aunque cada vez menos), pero carece de institucionalidad política (porque la Constitución y sus leyes no se lo permiten); Slim podrá tener mucho dinero e influencias pero, aparte de que su fortuna no se equipara a la del Estado, no tiene nada más, e igual sucede con Televisa y todos sus iguales. El hecho es que, en lugar de "desaparecerlo" o "desmontarlo", todos quieren el poder del Estado, por la sencilla razón de que es el verdadero poder; lo demás son aditamentos aledaños. La derecha lo sabe perfectamente. La izquierda, no lo sé.
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