martes, mayo 22, 2007

Yucatán: ¿democracia?

Editorial

El proceso de renovación de autoridades que culminó el pasado domingo en Yucatán con el triunfo de la candidata priísta a la gubernatura, Ivonne Ortega, es una de esas elecciones en las que el resultado importa mucho menos que el desarrollo de las campañas. En el curso de éstas, las diferencias de programa entre los dos principales partidos en la entidad, Acción Nacional (PAN) y Revolucionario Institucional (PRI), resultaron desplazadas por lo que se evidenció como mera rebatiña por el poder, en la cual ambos contendientes echaron mano de lo peor del viejo arsenal antidemocrático: injerencia indebida de autoridades estatales locales (en favor del PAN) y de otros estados (en favor del PRI), compra e inducción de sufragios, difamación y descrédito del adversario y aun, en algunos casos, violencia física entre partidarios de Ortega y de su derrotado rival panista, Xavier Abreu.

Severamente afectado por las pugnas entre su militancia yucateca -que desembocaron en la salida de la ultraderechista Ana Rosa Payán de las filas blanquiazules- y en sus estructuras nacionales -cuyo control se disputan de manera abierta Manuel Espino y Felipe Calderón-, el partido del Presidente experimenta su primera derrota grave en la presente administración. No se trata únicamente de un fracaso electoral, sino de la evidencia de una descomposición moral caracterizada por la rápida adopción de los estilos y métodos autoritarios y corruptos del viejo priísmo. Incluso si el PAN perdió la gubernatura, la turbia elección en Yucatán no resulta precisamente positiva para la imagen del calderonismo, afectado de origen por el desaseo que caracterizó su llegada al poder el año pasado.

Con todo, el triunfo de Ivonne Ortega no es necesariamente una buena noticia para la sociedad yucateca, en la medida en que representa el retorno a la gubernatura de los viejos sectores caciquiles, patrimonialistas y clientelares, impuestos en la entidad por el difunto Víctor Cervera Pacheco, tío de la candidata vencedora.

El proceso ha resultado contaminado, además, por la inexplicable tardanza con que la autoridad electoral del estado dio a conocer los resultados preliminares, lo que facilitó sendas declaraciones de triunfo de panistas y priístas. Horas después, el panismo, después de haber recurrido a la guerra sucia electoral, acabó aceptando su plena derrota, en un gesto que muchos vieron no como prueba de civilidad, sino como canje de favores con el PRI nacional, cuyo respaldo legislativo resulta indispensable para consumar las reformas neoliberales que tanta urgencia provocan en Los Pinos.

Ciertamente, después de la campaña de aniquilación lanzada desde la Presidencia contra el principal candidato opositor en los comicios federales del año pasado, tras la evidencia de conjuras político-empresariales orientadas a preservar el poder e impedir cambios de orientación económica a costa de lo que fuera, y con el recuerdo fresco de la impúdica parcialidad con que se desempeñaron los medios electrónicos y los organismos electorales nacionales, es inevitable que cualquier proceso de renovación de autoridades en el país sea visto con extremado recelo. Pero, lejos de despejar en alguna medida esa carga de sospechas, el realizado en la península confirmó que la formalidad electoral no es garantía de respeto a la voluntad ciudadana y sí, en cambio, oportunidad para distorsionarla.

En suma, las elecciones yucatecas desmienten a quienes han sostenido que México vive ya, desde la alternancia presidencial de 2000, en plena normalidad democrática. Por el contrario, dejan la impresión de que la transición a la democracia no ha comenzado.

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