Editorial
Las masacres perpetradas en días recientes en Yucatán (12 decapitados), estado de México (24 ejecutados), Michoacán (ocho muertos y un centenar de heridos en el atentado del 15 de septiembre) y Baja California –una veintena de homicidios en Tijuana en menos de 48 horas–, la inocultable disputa entre la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) federal y la Procuraduría General de la República (PGR), así como la manifiesta cooptación de corporaciones policiales por parte de la delincuencia organizada son, entre otras, expresiones de un gravísimo descontrol que no puede, en ninguna lógica, remontarse con exhibiciones televisivas de fuerza militar, con boletines de prensa que reportan “golpes contundentes” contra la criminalidad, con pactos de seguridad retóricos y burocráticos ni, mucho menos, con llamados a una unidad nacional sin sustancia ni propósito claros.
En lo que va de la presente administración, ninguna de las medidas anunciadas y adoptadas por el gobierno federal ha logrado contrarrestar la angustiosa inseguridad que se expresa en actos de creciente crueldad y salvajismo. Por el contrario, cunde la percepción de que los elementos de la estrategia oficial contra la delincuencia han tenido efectos contrarios a los buscados y han exacerbado las manifestaciones de una criminalidad que se hace presente, en formas cada vez más atroces, en casi todos los puntos del territorio nacional. Sea cierto o no, el hecho es que ni la persecución gubernamental ni las mortíferas disputas entre estamentos delictivos han hecho mella en los poderes de facto que riegan cadáveres por el mapa de México, desafían al Estado en forma cada vez más inequívoca y, desde el pasado 15 de septiembre, asesinan de manera deliberada a ciudadanos manifiestamente inocentes.
El gobierno calderonista, por su parte, se aferra a posturas equivocadas, como asumir que el país está en una “guerra”; creer, en consecuencia, que la delincuencia puede ser derrotada únicamente con la fuerza militar y policial. Además sugiere que la catástrofe de la inseguridad pública es resultado de la fractura política generada por los desaseos y las irregularidades de la elección presidencial de 2006, así como por la forma en que el propio Felipe Calderón llegó a la jefatura del Estado.
Da la impresión de que, a dos años de haber comenzado su ejercicio, la autoridad federal sigue sin comprender la complejidad del fenómeno delictivo y se rehúsa a emprender, en consecuencia, acciones de fondo en los ámbitos de la inteligencia, el bienestar social, el empleo, el control financiero y bancario de los flujos monetarios, así como la moralización de sectores de la administración infestados por la corrupción y la infiltración delictiva, no únicamente la relacionada con el narcotráfico. Se diría que a la carencia de seguridad se suma una falta inexcusable de sentido de la realidad.
La zozobra social se incrementa ante el pleito entre las dependencias encargadas de la seguridad pública y de procuración de justicia, una encargada de prevenir la delincuencia y, la otra, de perseguirla. Al fracaso gubernamental frente a la delincuencia han de sumarse, para mayor desmoralización, las protestas de elementos de la Agencia Federal de Investigación (adscrita a la PGR) contra el titular de la SSP, Genaro García Luna, y el afán de éste por desaparecer a esa corporación, creada por él en el sexenio pasado.
Al gobierno se le agota el tiempo para el aprendizaje y la corrección de errores iniciales. Proteger la integridad física de los habitantes es la primera y la más obvia obligación de cualquier Estado, y si se falla de manera reiterada en esa tarea se desgastan con rapidez los márgenes de gobernabilidad. En el caso de México, la estabilidad enfrenta amenazas adicionales, como la creciente desigualdad, el aumento de la pobreza, la crisis financiera y bursátil mundial, así como la polarización política generada por el propio gobierno calderonista con su empeño de privatizar la industria petrolera. Si el Ejecutivo federal aspira a respaldarse en consensos sociales, debe empezar por propiciar su construcción, y para ello se requiere que rectifique en políticas –económica, social, de seguridad pública– que cada vez convencen menos, o que simplemente no convencen, y que ahondan y extienden la percepción social de desprotección y de vacío de poder.
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