Luis Linares Zapata
El llamado a la unidad hecho por el señor Calderón se acercó al borde de un abismo: ese territorio que, en circunstancias diferentes y para evitarlo, se pavimenta con legitimidad y empatía entre el poder y sus mandantes. Una facción del priísmo, quizá la dominante en el Congreso, acudió presurosa a Los Pinos para tratar de darle referente a modo. Ambos bandos dijeron que sólo hablaron de seguridad. Pero, en el fondo y a los lados de ese trasiego en palacio, todos salieron con la certeza que dan las alianzas renovadas. Los intereses de los grupos de poder quedaron trenzados, una vez más, para dar continuidad del modelo en boga.
Los demás temas, para reconfirmar lo ya bien sufrido, quedaron flotando en la indefinición de estos borrascosos tiempos de titubeos, ausencias y torpezas. Sólo se oyen los ecos del oficialismo burocrático dando seguridades de reciedumbre, blindaje le llaman, del aparato financiero-bancario del país. Las quejas y lamentos de una población angustiada y en la desesperanza casi completa no alcanzan los decibeles para hacerse oír por los controladores de arriba.
Lo que corresponde a la economía real, ésa que toca y aqueja al resto de la ciudadanía, no se menciona en el discurso de la normalidad forzada. El silencio ante la crisis actual es una especie disimulada de clasista desinterés, una respuesta cínica a la angustia de una población que se debate entre la carestía cotidiana, la estrechez de medios para la subsistencia y la falta de oportunidades de desarrollo.
Es entendible la actitud huidiza del señor Calderón y la corte que le acompaña. Aunque de varias maneras la crisis va alineando sus cortantes aristas y su presencia, se torna por demás ominosa, harto difícil de aceptar para trabajar con ella. Lo más fácil es negarla, reducirla en sus contornos, jurar que será menor a la que padecen los vecinos y dejar que fluyan los días para que, tal vez, se desvanezca entre la indiferencia colectiva.
Lo urgente por ahora son los preparativos para el año electoral que se avecina. Para eso se diseñó un presupuesto de medio término que dé garantías de captar el voto de los necesitados. El incremento en el gasto social pondrá los fondos y los medios para la manipulación de esos atiborrados padrones de beneficiarios marginales. La compensación adicional se encuentra al aumentar los recursos para el combate policiaco-militar al crimen. Así, la ciudadanía, agobiada por la alarma difusiva de los frentes de guerra cotidianos, recibirá con gusto el accionar gubernamental y lo recompensará en las urnas venideras. Una esperanza tan endeble como incierta, tanto para el panismo como para los que ya se sienten instalados en el triunfo: los priístas que creen saber cómo capitalizarlo.
En el fondo, el señor Calderón recurre a la conocida estratagema para seguir en el mando usurpado: usar señuelos distractores, mostrar calma, conseguir respaldos interesados, solicitar ayuda de los medios de difusión afines (que para estos menesteres son casi la totalidad de los existentes) estigmatizar a la disidencia, apuntar hacia el caos para diluir la innovación y el cambio. Ésa es la ruta marcada por el librito de la experiencia reciente, aunque sea una necia repetición del fracaso.
Ante la crisis, la determinación de la continuidad; no importa la mediocridad de los resultados obtenidos ni los que se visualizan en el futuro. El sendero conocido, el modelo usado, aun cuando las evidencias apunten y exijan su derogación inmediata. La cerrazón ante las demás oportunidades factibles es la receta. Etiquetar de imposible a la aventura que se propone como alternativa, aunque sea por demás viable. Más aún si el ofrecimiento para el diálogo, la negociación y el acuerdo factible provienen de una voz cimentada en el interés popular y no en los negocios o los apañes de la elite decisoria.
El análisis de casi cualquier aspecto de la vida organizada del país durante los últimos 26 años debería conducir, bajo cualquier supuesto razonable, al cambio de rumbo, sobre todo de la política económica y, en general, del modelo de gobierno adoptado. Ya sean las cuentas externas hoy en firme rumbo de provocar déficits mayúsculos e insostenibles. Ya sea en empleo, bienestar, integración industrial, educación, soberanía y seguridad alimentaria, crecimiento económico, creación tecnológica o mera seguridad ciudadana, los índices para su evaluación son terribles.
Aun así, el solo pensamiento de repensar la ruta es indeseable para los encaramados en la cúspide de los masivos beneficios, esos que cuentan para los que mandan, esos que rechazan, con fingido donaire y conmiseración racista, cualquier oferta de cambio que los afecte. Más si ésta proviene de los que han sido catalogados como irredentos provocadores, perdedores resentidos, claques sometidas al mando autoritario de un caudillo que solamente quiere imponer su voluntad.
Sin embargo, la oferta negociadora se hizo y se dieron razones de peso para soportarla. Ahí está una salida adecuada para enfrentar el quiebre anunciado. No es preciso tomarla en su totalidad, algunas de sus particularidades son fundamentales, es cierto, pero también hay cabida para la negociación y el ajuste refinado, constructivo. Lo básico es la intención de beneficiar al pueblo y no perpetuar privilegios.
Se quiere repartir la carga, generalizar el esfuerzo y asumir las propias responsabilidades. Pero, sobre todo, recuperar la dignidad extraviada, buscar el acomodo de todos, gobernar con honesta equidad y mirar alrededor y hacia abajo. Legislar para imponer, a más de la mitad de la población que la rechaza, una reforma petrolera privatizante, entreguista y divisoria, no es la ruta para cerrar heridas y retomar el crecimiento. Es un seguro hacia la polarización profunda y la ineficacia productiva.
Los supuestos del acuerdo de Washington se derrumban en la misma sede de su creación. No más ventajas impositivas a los poderosos que luego quieren ser rescatados con el dinero de los que sí pagan. La primacía indiscutible del mercado está en entredicho, la desregulación resultó letal y desató, hasta niveles inconcebibles, la especulación y el abuso del crédito para satisfacer ambiciones sin límite. En fin, el finiquito del modelo neoliberal que el oficialismo local quiere continuar a rajatabla. El cambio, aquí y en el norte, se asoma indetenible y conveniente para evitar mayores sufrimientos.
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