Por Lydia Cacho
10 noviembre 2008
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En 2007 José Luis Santiago Vasconcelos me citó en la PGR. Por razones poco claras el procurador general le pidió que revisara mi expediente contra Mario Marín y Kamel Nacif y la consignación por tortura de la fiscal Pérez Duarte.
El fiscal con quien en múltiples ocasiones discutí casos de mujeres que albergamos en el refugio que dirijo en Cancún, me dijo a bocajarro: Doña Lydia, ya nos cambiaron el lenguaje del jurídico al político. Quedé congelada. Intentó explicarme que no estaba en sus manos, el procurador no podía abrir frentes políticos por el momento. Vaya a ver al Presidente, me dijo, tal vez así cumpla su promesa de juzgar a Marín y a Nacif. Jamás lo hice, y Calderón no movió un dedo por defender a las víctimas de pedófilos. El sistema no debería funcionar por tráfico de influencias.
De pronto comenzó a hablar de sí mismo. Me dijo que sabía lo que se siente vivir día y noche amenazado de muerte, conocer la crueldad o el odio del enemigo. Estaba cansado y frustrado, si no fuera por el éxito de algunas de las extradiciones más importantes, ya se habría dado por vencido. Quería rehacer su vida sentimental y personal. De no haber muerto, pronto celebraría su matrimonio con una mujer extraordinaria.
Cuando renunció a PGR, le pregunté al ex zar antidrogas mexicano cómo vivía con este engendro de sistema de justicia disfuncional. Me aseguró que si no fuera por los generales de Inteligencia Militar este país ya sería propiedad absoluta del narco. A él le tocaba lo peor: bregar con el crimen organizado por órdenes presidenciales y ser tratado como policía de segunda por el secretario de Gobernación y por algunos legisladores que no entienden el país que se nos viene encima. Entre el hartazgo de vivir con escoltas, dentro y fuera de su hogar, estaba contento por haber sido llamado al Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal. Él no creía en los juicios orales, yo sí. Me aseguró que para el crimen organizado los juicios orales serían una payasada y un peligro para los jueces. Disentimos porque no todo es el narco, dije. Miles de delitos del fuero común son juzgados diariamente sin el debido proceso, en ambientes de corrupción, ilegalidad e injusticia. Él imaginaba un país en guerra perenne contra el crimen organizado, no tenía tiempo para pensar en otra cosa. Su visión no era esperanzadora. Estaba convencido de que sin una transformación del sistema de justicia penal este país no tendría remedio. Obsesionado con el crimen organizado le urgía la construcción de un estado de derecho. Ya lo había visto todo, no creía en casi nada, en casi nadie. Admiraba el empeño de la sociedad civil, pero no alcanzaba a comprender lo que él llamaba “ingenua esperanza”. Vivía sumido en estrés postraumático y su ansiedad le llevaba a tallar sus pequeñas manos en un puño que masajeaba cuando se angustiaba. Una sola vez lo vi quebrarse, cuando murió un militar que fue su maestro y le salvó la vida.
La última vez que hablé con él me dijo que debía cuidarme, si algo me pasara sería trágico. Usted también cuídese, le dije al despedirme. Si me muero, fuera de mis seres queridos a nadie le importará mi ausencia, dijo a manera de adiós.
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