07 mayo 2009
“Fuerte, ecuánime ante la desgracia”: si nos atenemos al diccionario, pocos calificativos le irían tan bien a este país nuestro de cada día. Dos semanas ya en las que el único derroche ha sido precisamente el del estoicismo.
Sólo así han podido soportarse las disposiciones fieras que todo lo cierran, que todo lo limitan. Sin restaurantes para encontrarnos. Sin cines para estimular la imaginación. Sin teatro para recrear la palabra. Sin estadios para soltar las pasiones. Sin lucha libre para mentar madres. Por el contrario, prisioneros del silencio impuesto por el cubrebocas que muchos ya no se quitan ni para dormirse o simplemente acostarse. El amor en los tiempos de la influenza.
Cada hora que pasa estoy más convencido de que en ningún lugar de este mundo —ahora tan global e interconectado— podríamos encontrar otro pueblo como éste: solidario sin condiciones; crédulo de buena fe; disciplinado sin sumisiones; bueno, de la palabra bueno, que diría el gran Machado.
Ninguno de los gobiernos podría quejarse: dijimos que sí a todo, sin cuestionamiento alguno; acatamos sin chistar disposiciones espartanas y, casi sin hacer gestos, algunas francamente arbitrarias. No hubo ni pánico ni explosiones sociales. Por supuesto que tuvimos miedo, pero lo asimilamos y lo vencimos.
Las quejas son más bien en sentido contrario. De los mexicanos hacia quienes nos gobiernan. Porque mal atendieron a muchos desesperados. Porque actuaron tarde. Porque no nos han dicho toda la verdad. Porque todavía no son capaces de darnos explicaciones racionales sobre esta etapa de contención: ¿por qué hay más riesgo de contagio en un restaurante que en una escuela? ¿Cuál es la diferencia en proximidades entre el Metro y un estadio? ¿En cuánto tiempo se comprometen a revertir la epidemia?
Y nos deben mucho más: la revisión de un modelo económico que es una gigantesca fábrica de pobres; la reconfiguración de un sistema de seguridad social y salud absolutamente insuficiente para quienes menos tienen; la puesta en marcha de un gran plan de recuperación nacional que rescate a sectores de servicios y turismo y que sea algo más que recortitos fiscales; para ello, ahí están los fondos del famoso blindaje. Urgen, en síntesis, gobiernos tan siquiera a la altura de sus gobernados. Y campañas políticas con un mínimo de decencia y propuestas surgidas a partir de estas crisis.
Por todo lo anterior, no sé ustedes, pero yo comienzo a percibir los primeros síntomas de hartazgo. Una depresión social casi generalizada de la que nadie nos dice cómo salir. Un desánimo respirable en las calles y en las casas. Un fantasma de mala suerte. Un virus de la desilusión, para el que todavía no hay vacuna. Estoicos estoicos, pero tristes tristes. Cuidado. Urge un remedio. La liga ya no se puede seguir estirando. Mañana será demasiado tarde.
P.D. Yo me refería a los gobiernos. Por supuesto que no tengo nada contra los cubanos y los argentinos. Mucho menos aun contra las cubanas y las argentinas.
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