17 septiembre 2009
La sacaron a la una de la madrugada. Como si las sombras de la noche pudieran ocultar una injusticia imperdonable. Así, apenas comenzado el 16 de septiembre, Jacinta Francisco Marcial ganó de nuevo su libertad luego de tres años encarcelada en el Reclusorio Femenil de San José el Alto en Querétaro.
Una parte de su vida que le fue robada por la arrogancia de un gobierno federal que se vengó en ella por la rebeldía de su pueblo, Santiago Mexquititlán, cuando aquel 26 de marzo de 2006 seis agentes de la AFI llegaron sin orden de cateo pero con humor de fieras a robarse las mercancías del tianguis. Los mismos que acusaron a Jacinta de haberlos secuestrado. Los mismos —cuatro de seis, porque uno se murió y el otro no aparece— que conocí en la audiencia del lunes. Con sus 1.90 de estatura y sus 120 kilos y sus miradas de rabia contenida porque ya la veían venir, y su ridículo al declararle al juez que se les había olvidado que Jacinta también los golpeó y les jaló los pelos.
El caso es que Jacinta está libre y yo estoy feliz de poder abrazarla de nuevo. Pero sigo triste e indignado porque Alberta y Teresa, con todo y su hija recién nacida, siguen prisioneras en la misma cárcel de la que Jacinta acaba de ser liberada. Acusadas del mismo e inverosímil delito de secuestro. Y ahora en espera de que también se les haga justicia.
Lo que es un decir. Porque la liberación de estas tres mujeres tendría que ser apenas el primer paso: no basta con la cobardía de la Procuraduría General de la República —a cargo del nuevo héroe Medina Mora—, que hasta ahora reconoció que nunca tuvo elementos acusatorios, pero que las persiguió, las secuestró, las encarceló y las acosó perrunamente; tampoco se vale la indiferencia criminal del gobernador Garrido de Querétaro, que antes de que se vaya tiene que explicarnos por qué no movió ni un dedo para defender a tres de sus ciudadanas; igual nos debe una explicación la nefasta y gastalona Comisión Nacional de los Derechos Humanos del señor Soberanes, que se tardó tres años en emitir una recomendación, porque no tenía línea oficial como acostumbra en todos los casos; tampoco puede el gobierno calderonista evadir su responsabilidad en un hecho vergonzante que ya nos exhibió como represores ante la ONU, Amnistía Internacional y buena parte de la opinión pública mundial, como un país que justifica el aplastamiento de los derechos humanos de tres mexicanas porque son mujeres, porque son indígenas y porque son pobres.
Que quede muy claro: una vez liberada Jacinta Francisco Marcial es indispensable la liberación de Teresa González Cornelio y Alberta Alcántara Juan. No es sólo un imperativo del más elemental sentido común sino de estricto proceso jurídico.
Pero la exigencia debe extenderse al gobierno de Felipe Calderón para que ordene primero una investigación y un juicio a los delincuentes oficiales, y a la vez una amplia y generosa reparación del daño en los tres casos. Es cierto que nadie podrá restituirles a ellas tres años de su vida, ni a sus familias el dolor de su ausencia y la batalla de la incertidumbre. Pero una reivindicación es lo mínimo indispensable. No sólo para ellas, sino para el gobierno mismo.
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