martes, febrero 23, 2010

Cinismo político y grandeza ciudadana

Calderón y Gómez Mont.


MÉXICO, D.F., 23 de febrero.- Es 12 de febrero. El canal televisivo Milenio muestra una imagen de la visita que, después de sus desacertadas declaraciones en Tokio, Calderón hizo a Ciudad Juárez para pedir perdón a los padres de familia de los muchachos asesinados y hablar de un replanteamiento de su política de guerra contra el narcotráfico. Afuera del Centro de Convenciones, donde se realiza la reunión, una multitud ciudadana, contenida a golpes de tolete, grita indignada. Gómez Mont, por órdenes del presidente, sale del Centro de Convenciones para hablar con ella. Entre los gritos de “¡Asesino, asesino!”, el secretario de Gobernación, siguiendo el viejo adagio priista de que la política “es el arte de tragar mierda sin hacer gestos”, permanece impávido. Habla con uno, con otro. Pero la multitud continúa coreando el mismo grito que concentra su indignación.

Desesperado, rodeado, al igual que los narcos, de “guaruras”, Gómez Mont se dirige a su camioneta. Repentinamente, una voz femenina – continuación de la de una madre de dos hijos asesinados que, dentro del Centro de Convenciones, acercándose al presidente, le espetó que no le estrechaba la mano ni le daba la bienvenida–, grita: “¡Si no puedes, renuncia!”. En ese momento, el secretario –como un signo ominoso y contradictorio de las campañas gubernamentales contra la obesidad– pierde, por fin, la compostura y se vuelve en busca de aquella voz. Si la palabra “asesino” no lo toca –Gómez Mont no conoce los pecados de omisión–, la exigencia de su renuncia, que quizá le recuerde que un día antes, por motivos oscuros, renunció a su militancia panista, lo descompone. La mierda, con la que en su carrera política se ha alimentado, comienza a provocarle agruras. Impotente, volviéndose hacia la portezuela de su camioneta, exclama: “¡Qué diálogo es este?”, y se va.

Gómez Mont, hijo de una clase que ha hecho de la vida política un negocio y una forma legal de la impunidad, olvidaba dos cosas: 1) que el grito de aquella mujer era y continúa siendo un recordatorio de lo que unos años atrás, cuando Calderón metía al país en esta guerra absurda, había dicho el señor Martí, cuyo hijo asesinado preludiaba lo que ahora, para nuestra desgracia, se ha multiplicado de manera exponencial; 2) que aquella gente no se había reunido en las afueras del Centro de Convenciones a dialogar, sino a exigir lo que una ciudadanía está obligada a exigir a sus gobernantes cuando la traicionan.

El gesto de Gómez Mont –que el canal Milenio capturó–, su azorada indignación ante los reclamos de una ciudadanía humillada, concentra el cinismo de nuestra clase política. Mientras ésta se enmascara bajo spots triunfalistas y se molesta porque nadie habla bien de México; mientras hace acuerdos para mantener el poder –alianzas innaturales y negociaciones a espaldas de la ciudadanía–; mientras, en nombre de esas abstracciones llamadas Estado y Mercado, somete a la clase trabajadora a impuestos absurdos y exenta de ellos a los grandes consorcios y a la Bolsa –México es el único país que no ha tasado con impuestos el dinero improductivo de la especulación–; mientras crea una guerra contra el narcotráfico y deja intocado el dinero que lava; mientras encarcela y trata como delincuentes a luchadores sociales, y cierra los ojos frente a los criminales de cuello blanco y las atrocidades de gobernantes indignos –como el pederasta Marín o el asesino Ulises Ruiz–; mientras corrompe al Ejército en una guerra que día con día, a pesar del triunfalismo presidencial, se pierde, la ciudadanía debe ver a sus hijos asesinados, debe vivir con miedo, debe hacer cola en busca de empleos mal remunerados, debe trabajar –como en la era del capitalismo salvaje– para la simple reproducción, debe levantarse cada día con el espectáculo atroz de cuerpos mutilados.

Durante tres años, los ciudadanos hemos tenido que soportar eso, y para advertirnos que continuará, Gómez Mont se indigna ante la exigencia de que renuncie, y el presidente insiste en que reforzará la violencia. Sus abstracciones: la guerra como método para construir un mundo mejor, sus esperanzas en las “bondades” del mercado y el poder, valen más que los muchachos asesinados y que el llanto sin consuelo de unos padres que jamás verán crecer a sus hijos porque Gómez Mont, Calderón, el Ejército, los partidos y los representantes de las Cámaras han decidido que sus abstracciones y sus luchas por el poder son más importantes que los hombres, las mujeres y los niños de este país.

Por menos que eso, en países que saben lo que la democracia significa, las renuncias no habrían dejado de sucederse. Por desgracia, el cinismo es el método de la política mexicana y, paradójicamente, del crimen: quienes creen en el poder, cualquiera que sea su justificación, construyen y autorizan el terror. Pero habrá siempre una ciudadanía –como la que se reunió en Ciudad Juárez– que se opondrá a la imbecilidad de esos cínicos enfundados en trajes de marca y, dándoles la espalda, gritándoles que hace tiempo dejaron de representarnos, construirá lentamente el proyecto y el lenguaje político que nos arrancaron.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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