21 abril 2010
Buen día, Lector: en menos de un mes, los nobles y leales ciudadanos de Yucatán acudirán a las urnas a manifestar su voluntad de que sean gobernados y legislados por candidatos que, a decir verdad, no inspiran.
No inspiran simpatía ni mucho menos confianza. Cada tres años, los partidos políticos locales –en realidad, franquicias de grupos de interés y de presión del Distrito Federal regimentados por una ley a modo-- ofertan lo mismo: promesas.
Promesas que jamás cumplirán pues no es su intención traducirlas en concreciones. El otro día, un candidato panista a edil arengaba en un miten en una barriada popular: “Por Dios y la Virgen ustedes votarán por mí”. ¿Y el laicismo?
El devoto candidato tuvo la grosería de agregar: “Ya Dios y la Virgen me dijeron que ustedes votarán por mí y que yo voy a ser su Presidente Municipal”. El señor –afirmó— “me ilumina y me guía”. Sin duda.
Lo iluminarán y guiarán el Altísimo y su madre –la versión náhutl de Fray Juan de Zumárraga, quien se trajo la Virgen de Extremadura al Tepeyac, la pintó de morena y le puso los colores patrios (no el azul, aclárese)-- para triscar en el ubérrimo campo del presupuesto municipal.
El laicismo es sólo una figura retórica, desusada. Recordemos que Vicente Fox llevaba a sus mítines estandartes de la Guadalupena, tan ajena a la política electoral como lo es Dios mismo, pues ambos no tienen partido (suponemos).
Pero, ¿qué podemos hacer los ciudadanos?, inquiríale el otro día a éste escribidor un taxista. El PRI y el PAN se alternan el poder municipal, pues la ciudadanía no tiene opciones: “o vota por el bueno o vota por el malo”, decía el hombre del volante.
O vota el ciudadano, si acaso, por el feo, decimos nosotros. Otro ciudadano – un señor rotundo, legendario por su peculiar sazón en la cochinita al pibil en Mérida— de plano dice: “yo voto porque me compran mi credencial de elector con 500 pesos”.
El hombre del chancho pibilesco lo tiene muy claro: si los mapaches del PRI o del PAN no vienen y me compran mi voto, así, directamente, sin engaños, pues no voto…. Mi voto tiene un valor fijado por el mercado, no por mí”.
¿Cinismo? Júrelo que sí, pero no es culpa del trabajador del volante ni el de los tacos al pibil ni de ninguno de los cientos –miles, millones— de ciudadanos en todo el país que acuden a las urnas incentivados por las leyes de la oferta y la demanda.
Por supuesto, ello es una degradación del proceso político y la democracia misma. Millones de mexicanos venden su voto por 500 pesos o una despensa, láminas de zinc, un saco de cemento, una playera con la efigie de un candidato, o por lo que sea. Los friedmaianos dirían que es justa distribución de la riqueza.
O venden su voto hasta por los espejitos de las promesas que, sábese a priori, jamás serán cumplidas de quienes le invitan a votar por ellos sin proponerle a usted cómo arrancarlo del desempleo y la pobreza o simplemente cómo mejorar su vida.
No se sorprenda el Lector si por allí alguien –tal vez los del PRI y el PAN—deciden crear una lonja mercantil electoral que opere como una bolsa de valores no sólo en materia de intangibles, como un voto, sino también de futuros y hasta de derivados. El neoliberalismo en plenitud.
Más no es eso todo. Hay mucho más: los candidatos parecen reciclados: son los mismos de siempre; no hay rostros nuevos. Los partidos políticos se aseguran de que nadie ajeno a ellos –la ciudadanía, por ejemplo— sea postulado.
Esa depauperación y precariedad de recursos humanos de los partidos políticos tiene consecuencias funestas, además de las que, al igual que la de comprar votos, degradan el proceso democrático, prostituyéndolo. Menciónese un caso que nos llamó la atención.
Un candidato del PAN a edil se fue a una escuela y ofreció a los chamacos de sexto grado regalarles una computadora lap top para sus videojuegos si lograban que sus papás obtuvieran 50 votos por él. “Es mercadotecnia electoral”, dijo el candidato. Por ignota razón a esa técnica se le llama “Plan Julio Saldaña”.
Para nosotros eso es, como él dice, mercadotecnia, pero a la vez mercantilismo no eximido de prostitución. Pero, ¿quién prostituye a quién? ¿El candidato (y los partidos políticos) al votante necesitado o ambicioso como el de las lap top? ¿O éste a aquél?
El problema de fondo es, por un lado, la pobreza –causada por una forma de organización económica francanente antisocial— y, por otro, la ausencia de mecanismos efectivos que sancionen sumariamente esas prácticas.
Empero, ese problema de fondo no es atendido ni remotamente por los candidatos ni por los personeros del Poder Legislativo federal ni de los congresos locales. En el caso de Yucatán y Quintana Roo y no pocos Estados más, los candidatos a diputados son el equivalente moral del padrote.
No inspiran simpatía ni mucho menos confianza. Cada tres años, los partidos políticos locales –en realidad, franquicias de grupos de interés y de presión del Distrito Federal regimentados por una ley a modo-- ofertan lo mismo: promesas.
Promesas que jamás cumplirán pues no es su intención traducirlas en concreciones. El otro día, un candidato panista a edil arengaba en un miten en una barriada popular: “Por Dios y la Virgen ustedes votarán por mí”. ¿Y el laicismo?
El devoto candidato tuvo la grosería de agregar: “Ya Dios y la Virgen me dijeron que ustedes votarán por mí y que yo voy a ser su Presidente Municipal”. El señor –afirmó— “me ilumina y me guía”. Sin duda.
Lo iluminarán y guiarán el Altísimo y su madre –la versión náhutl de Fray Juan de Zumárraga, quien se trajo la Virgen de Extremadura al Tepeyac, la pintó de morena y le puso los colores patrios (no el azul, aclárese)-- para triscar en el ubérrimo campo del presupuesto municipal.
El laicismo es sólo una figura retórica, desusada. Recordemos que Vicente Fox llevaba a sus mítines estandartes de la Guadalupena, tan ajena a la política electoral como lo es Dios mismo, pues ambos no tienen partido (suponemos).
Pero, ¿qué podemos hacer los ciudadanos?, inquiríale el otro día a éste escribidor un taxista. El PRI y el PAN se alternan el poder municipal, pues la ciudadanía no tiene opciones: “o vota por el bueno o vota por el malo”, decía el hombre del volante.
O vota el ciudadano, si acaso, por el feo, decimos nosotros. Otro ciudadano – un señor rotundo, legendario por su peculiar sazón en la cochinita al pibil en Mérida— de plano dice: “yo voto porque me compran mi credencial de elector con 500 pesos”.
El hombre del chancho pibilesco lo tiene muy claro: si los mapaches del PRI o del PAN no vienen y me compran mi voto, así, directamente, sin engaños, pues no voto…. Mi voto tiene un valor fijado por el mercado, no por mí”.
¿Cinismo? Júrelo que sí, pero no es culpa del trabajador del volante ni el de los tacos al pibil ni de ninguno de los cientos –miles, millones— de ciudadanos en todo el país que acuden a las urnas incentivados por las leyes de la oferta y la demanda.
Por supuesto, ello es una degradación del proceso político y la democracia misma. Millones de mexicanos venden su voto por 500 pesos o una despensa, láminas de zinc, un saco de cemento, una playera con la efigie de un candidato, o por lo que sea. Los friedmaianos dirían que es justa distribución de la riqueza.
O venden su voto hasta por los espejitos de las promesas que, sábese a priori, jamás serán cumplidas de quienes le invitan a votar por ellos sin proponerle a usted cómo arrancarlo del desempleo y la pobreza o simplemente cómo mejorar su vida.
No se sorprenda el Lector si por allí alguien –tal vez los del PRI y el PAN—deciden crear una lonja mercantil electoral que opere como una bolsa de valores no sólo en materia de intangibles, como un voto, sino también de futuros y hasta de derivados. El neoliberalismo en plenitud.
Más no es eso todo. Hay mucho más: los candidatos parecen reciclados: son los mismos de siempre; no hay rostros nuevos. Los partidos políticos se aseguran de que nadie ajeno a ellos –la ciudadanía, por ejemplo— sea postulado.
Esa depauperación y precariedad de recursos humanos de los partidos políticos tiene consecuencias funestas, además de las que, al igual que la de comprar votos, degradan el proceso democrático, prostituyéndolo. Menciónese un caso que nos llamó la atención.
Un candidato del PAN a edil se fue a una escuela y ofreció a los chamacos de sexto grado regalarles una computadora lap top para sus videojuegos si lograban que sus papás obtuvieran 50 votos por él. “Es mercadotecnia electoral”, dijo el candidato. Por ignota razón a esa técnica se le llama “Plan Julio Saldaña”.
Para nosotros eso es, como él dice, mercadotecnia, pero a la vez mercantilismo no eximido de prostitución. Pero, ¿quién prostituye a quién? ¿El candidato (y los partidos políticos) al votante necesitado o ambicioso como el de las lap top? ¿O éste a aquél?
El problema de fondo es, por un lado, la pobreza –causada por una forma de organización económica francanente antisocial— y, por otro, la ausencia de mecanismos efectivos que sancionen sumariamente esas prácticas.
Empero, ese problema de fondo no es atendido ni remotamente por los candidatos ni por los personeros del Poder Legislativo federal ni de los congresos locales. En el caso de Yucatán y Quintana Roo y no pocos Estados más, los candidatos a diputados son el equivalente moral del padrote.
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