Ricardo Rocha
17 agosto 2010
Pasaba de la medianoche y eran los primeros minutos del 19 de marzo. Como en muchas otras ocasiones, Javier Francisco Arredondo Verdugo y Jorge Antonio Mercado Alonso se quedaron a estudiar hasta tarde. Aunque esta vez sería diferente. La última. Porque apenas cruzaban la salida cuando les cayó una lluvia de balas. Fue inútil tratar de resguardarse. Los tiros venían desde la oscuridad. Casi de inmediato cayeron abatidos por los primeros disparos. Pero todavía heridos, lucharon por su vida, arrastrándose como pudieron, pidiendo auxilio y dejando dos rastros de sangre. El guardia de la caseta oyó sus quejidos, pero se encerró en el baño, aterrado.
Ya para entonces los alcanzaron los soldados. Algo les gritaron y Javier Francisco y Jorge Antonio respondieron como pudieron. Que no, que no eran de los malos. Fue inútil. Los golpearon a culatazos en el rostro y el pecho. Luego los remataron con disparos a quemarropa.
Sólo entonces los militares se dieron cuenta de su error. Hasta que registraron los cuerpos descubrieron las credenciales. Y supieron entonces que decían la verdad, cuando en su agonía alegaban que eran estudiantes. Del Tec, ¿de dónde más?
Los oficiales se movieron rápidamente. Cambiaron de lugar los cuerpos y limpiaron la sangre. Bajaron las armas de la Yukon de los narcos. Un fusil automático calibre 308 para Javier Francisco y una carabina calibre 223 para Jorge Antonio. Se las acomodaron. Se las sembraron de modo que parecieran armados. Narcotraficantes en lugar de estudiantes.
Aunque, con ayuda de la imaginación, esta es la reconstrucción de lo que ocurrió, según se desprende de la investigación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de la que, a su vez, se derivan recomendaciones a la Secretaría de la Defensa Nacional, a la Procuraduría General de la República y al gobierno de Nuevo León, a quienes reclama su opacidad, su falta de cooperación y les demanda investigar estas muertes para sancionar a los responsables, además de reparar el daño infligido a sus familiares.
Lo más grave es que todo esto revela una actitud sistemática de la Sedena y el gobierno federal, tal como ocurrió este mismo año en Nuevo Laredo con los pequeños Almanza Salazar. Matar y luego inventar una mentira. Tan lamentable lo uno como lo otro. Por eso hablo de los crímenes.
Por estos y otros eventos que se han escondido a la opinión pública, urge replantear la presencia de un Ejército que, forzado a una guerra que no es la suya, sigue manchando su prestigio. De sangre.
Ya para entonces los alcanzaron los soldados. Algo les gritaron y Javier Francisco y Jorge Antonio respondieron como pudieron. Que no, que no eran de los malos. Fue inútil. Los golpearon a culatazos en el rostro y el pecho. Luego los remataron con disparos a quemarropa.
Sólo entonces los militares se dieron cuenta de su error. Hasta que registraron los cuerpos descubrieron las credenciales. Y supieron entonces que decían la verdad, cuando en su agonía alegaban que eran estudiantes. Del Tec, ¿de dónde más?
Los oficiales se movieron rápidamente. Cambiaron de lugar los cuerpos y limpiaron la sangre. Bajaron las armas de la Yukon de los narcos. Un fusil automático calibre 308 para Javier Francisco y una carabina calibre 223 para Jorge Antonio. Se las acomodaron. Se las sembraron de modo que parecieran armados. Narcotraficantes en lugar de estudiantes.
Aunque, con ayuda de la imaginación, esta es la reconstrucción de lo que ocurrió, según se desprende de la investigación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de la que, a su vez, se derivan recomendaciones a la Secretaría de la Defensa Nacional, a la Procuraduría General de la República y al gobierno de Nuevo León, a quienes reclama su opacidad, su falta de cooperación y les demanda investigar estas muertes para sancionar a los responsables, además de reparar el daño infligido a sus familiares.
Lo más grave es que todo esto revela una actitud sistemática de la Sedena y el gobierno federal, tal como ocurrió este mismo año en Nuevo Laredo con los pequeños Almanza Salazar. Matar y luego inventar una mentira. Tan lamentable lo uno como lo otro. Por eso hablo de los crímenes.
Por estos y otros eventos que se han escondido a la opinión pública, urge replantear la presencia de un Ejército que, forzado a una guerra que no es la suya, sigue manchando su prestigio. De sangre.
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