MÉXICO, D.F., 16 de agosto.- Cual Chabelo, el amigo de todos los niños, Felipe Calderón ha pasado las últimas semanas tratando de congraciarse con todos. Convoca foros, dialoga con gobernadores, invita a dirigentes de partidos políticos, escucha a académicos, se reúne con diversas organizaciones de la sociedad. El objetivo, en sus propias palabras, es “hacer de la lucha por la seguridad nacional una política de Estado, no una política de un presidente o de un gobierno” y “estoy acudiendo a todas las llantas del vehículo y a todas las patas de la mesa”. La intención, según argumenta, es oír, revisar, replantear y fortalecer la estrategia nacional de seguridad. Y aunque se agradece la intención –lamentablemente tardía– de Felipe Calderón, hay algo que tanto el presidente como el país necesitan entender. En cuanto a opciones para enfrentar el narcotráfico y los males que engendra –violencia, corrupción, desmoronamiento institucional– no hay mucho de dónde escoger. O se legaliza o se colombianiza. O se regulan las drogas o se involucra de manera mucho más abierta a Estados Unidos para combatirlas.
Calderón no entiende este dilema o no quiere enfrentarlo. Al examinar cuidadosamente lo que ha dicho desde que comenzó la “cruzada Chabelo”, es posible entender lo que quiere: mayor involucramiento de múltiples actores para que la ofensiva emprendida hace cuatro años no sea percibida como “su guerra”; mayor diseminación de información oficial para que la sociedad comprenda por qué hace lo que hace y decide lo que decide; mayor colaboración periodística en la cobertura de muertes y mantas, para no proporcionarle ayuda al adversario. Nada más y nada menos. No hay en sus reflexiones o afirmaciones hasta el momento una sola señal de cambio de ruta, un sólo indicio de golpe de timón; una sola sugerencia de un replanteamiento fundacional. El meollo del asunto parece ser el siguiente: o el gobierno de Calderón no sabe qué tipo de estrategia distinta desea instrumentar, o quiere seguir con la misma –incorporando algunas sugerencias de orden cosmético– pero con mayor legitimación social.
Una guerra idéntica, pero a la cual se le cambia de nombre. Una guerra igual a la que hemos presenciado, pero con menos voces críticas porque ya fueron escuchadas. Una guerra facsimilar a la de los últimos cuatro años, pero con menos denuesto porque el gobierno empieza a hablar de “colaboración”. Esa parece ser la intención real del ejercicio llevado a cabo en tiempos recientes, ya que no hemos escuchado una sola idea nueva planteada por el presidente. No hemos oído un solo replanteamiento profundo de su parte. Lo diferente es el reconocimiento a la necesidad de diálogo. Lo distinto es la aceptación de errores cometidos. Lo novedoso es que se comparta información en lugar de amurallarla. Pero la humildad no es política pública. La explicación no implica reorientación. La apertura no constituye –en sí misma– la pavimentación de un nuevo camino para sacar a México del caos. El énfasis presidencial en la “recuperación de los valores”, el sentido de “mística” de las policías, la “participación social” en la denuncia del crimen revela anhelos, pero poco más.
Mientras tanto, lo que sí hemos escuchado de Calderón es su oposición vehemente a la legalización de las drogas. Está dispuesto a que otros debatan el tema pero jamás lo hará suyo. Insiste en que los perjuicios serían mayores a los beneficios a pesar de la información comparativa disponible que subraya lo contrario. Argumenta que el consumo se dispararía aunque la despenalización de la mariguana en otros países no ha producido ese resultado. No está dispuesto a considerar una opción que muchos expertos y expresidentes han empujado, ante el fracaso histórico y comprobado de otras alternativas en otras latitudes. Así, con una posición que parece más enraizada en prejuicios morales que en razonamientos sopesados, el presidente descarta una opción que México puede y debe considerar. Aunque sea difícil reconocerlo, en este tema Vicente Fox tiene razón: “hoy estamos trabajando para Estados Unidos, y mientras ellos no hacen su tarea” para limitar su propio consumo y reducir el tráfico de armas, México aguanta las muertes y los crímenes y los cárteles.
La legalización –mediante un mercado bien regulado por el Estado– podría romper la estructura económica que produce ganancias descomunales para mafias incontenibles. Y ése sería un primer paso para disminuir la violencia y contener la corrupción.
Al descartar este paso, Felipe Calderón coloca al país en una situación en la cual sólo tiene dos alternativas: seguir insistiendo en la misma estrategia con los resultados fallidos que ya hemos visto, o reproducir el modelo colombiano. De hecho, el presidente –en varias ocasiones– ha manifestado su admiración a lo que Colombia ha logrado hacer en los últimos años. Y sin duda, como lo ha argumentado Michael Shifter del Inter-American Dialogue en su artículo A Decade of Plan Colombia, las condiciones de seguridad allí han mejorado de manera importante en la última década. Ya no puede ser descrito como un “Estado fallido”, como un país en la frontera del caos, a pesar de que sigue produciendo drogas. Las masacres han disminuido, los homicidios han caído, los secuestros han descendido, el sistema judicial ha mejorado, el Estado ha logrado restablecer su autoridad.
Pero todo ello se logró gracias a lo que Felipe Calderón tendría que exigir, explicar, legitimar: la intervención estratégica, el entrenamiento táctico, la presencia militar de Estados Unidos a cada paso. Porque es poco probable que la pacificación colombiana hubiera ocurrido sin el apoyo estadunidense de gran calado que el “Plan Colombia” implicó.
Si Felipe Calderón rechaza la legalización en México, sólo le queda exigir el combate colombianizado con la ayuda militar de Estados Unidos. Eso entrañaría que el presidente reconociera todo lo que no ha querido reconocer hasta el momento. Que la eficacia fundamental del Estado mexicano está en juego. Que sin una intervención estadunidense mayor, el deterioro en la situación de seguridad seguirá siendo progresivo. Que esa intervención implicaría no sólo la provisión de equipo militar a México, sino también la presencia de personal militar estadunidense en territorio mexicano. Que el costo en cuestión de derechos humanos sería tan alto como lo fue en Colombia. Que Calderón se verá obligado a tocar en las puertas de Washington pidiendo más ayuda y más dinero, cuando Barack Obama está intentando cerrar otros frentes y gastar menos en otras batallas. Que deberá convencer a la población mexicana sobre la conveniencia de emular el ejemplo colombiano a pesar de los claroscuros que contiene. Esa es la dura realidad que el debate actual en México no ha querido encarar. Esa es la terrible disyuntiva que el país necesita entender. Sólo hay dos sopas poco apetitosas: legalizar o colombianizar.
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