Por Lydia Cacho
30 agosto 2010
“Prefiero que me llame Madame”, me dijo Soraya, la tratante de mujeres y adolescentes en Bangkok, cuando le pregunté cómo se define quien, como ella, entrena y controla a las mujeres sometidas a la industria del sexo comercial en la capital de Tailandia. Es una filipina bajita y delgada de 40 años, viste un sarong de seda y maquillaje recargado. Los ojos vacíos de emociones contrastan con las manos que se mueven mientras argumenta los beneficios de la industria del turismo sexual.
El discurso es impecable: la prostitución como un paliativo de la pobreza, como una opción que el sistema económico global ofrece a millones de mujeres y niñas pobres en un mundo en que la discriminación y la violencia contra las mujeres se sostiene con la fuerza de la cultura y el mercado. “Mire: si hay cien mil turistas europeos que vienen a buscar sexo y a dejarnos su dinero, ¿cómo pueden decir que esto es ilegal? Es perfectamente legal, todos lo hacen, sólo que algunos son hipócritas y otros, como yo, defendemos el negocio, cuidamos a las chicas para que no las manejen los bárbaros” (las mafias coreanas).
A los ocho años el padre abusó de Soraya, a los 12 su tía le explicó que si ya no era virgen lo mejor sería que con su cuerpo produjera dinero para mantener a su familia. A los 15 la compró un hombre y la llevó a Camboya, luego a Tailandia. “He tenido sexo con más de 16 mil hombres y te puedo decir que ninguno tocó mi alma”, asegura. Luego se contradice “los hombres son torpes, agresivos, algunos son crueles, por eso yo les enseño (a ellas) el arte de actuar, para que se protejan de los daños que dejan los clientes. Les doy condones y enseño formas exóticas de ponerlos para que el cliente no se resista y las maltrate, o me las vayan a infectar. Una enferma es pérdida para el negocio”.
Soraya es una de las miles de víctimas de trata para explotación sexual que se convirtió en tratante de mujeres y adolescentes. En contraste, la camboyana Somaly Mam, con una historia parecida, es activista y ha salvado a miles de víctimas de la industria que compra y vende seres humanos para un negocio que arroja ganancias de más de 15 mil millones de dólares anuales.
¿Qué incita a un víctima a trabajar desde la compasión y a otra a reproducir la crueldad y el abuso que otros le infligieron? Resulta difícil saberlo. La personalidad, el carácter, la voluntad, la fuerza interior, el entorno y la capacidad creativa juegan un papel importante. Lo cierto es que casi todas las historias positivas tienen como factor central la solidaridad. Hay un momento clave en que alguien mira a los ojos a esas víctimas y les hace saber que su vida es importante, les ayuda a saber que su dolor se puede transformar en aprendizaje, en misión preventiva. Somaly dijo que al salvar a otras salva a su propia niña interior y eso la hace mejor persona.
Ella me recuerda que la explosión de violencia en México va dividiendo a la sociedad entre sobrevivientes y victimarios. El reto está en mirarnos e inventar herramientas sociales para cuestionar los discursos que nos esclavizan y construir argumentos que nos liberen.
El discurso es impecable: la prostitución como un paliativo de la pobreza, como una opción que el sistema económico global ofrece a millones de mujeres y niñas pobres en un mundo en que la discriminación y la violencia contra las mujeres se sostiene con la fuerza de la cultura y el mercado. “Mire: si hay cien mil turistas europeos que vienen a buscar sexo y a dejarnos su dinero, ¿cómo pueden decir que esto es ilegal? Es perfectamente legal, todos lo hacen, sólo que algunos son hipócritas y otros, como yo, defendemos el negocio, cuidamos a las chicas para que no las manejen los bárbaros” (las mafias coreanas).
A los ocho años el padre abusó de Soraya, a los 12 su tía le explicó que si ya no era virgen lo mejor sería que con su cuerpo produjera dinero para mantener a su familia. A los 15 la compró un hombre y la llevó a Camboya, luego a Tailandia. “He tenido sexo con más de 16 mil hombres y te puedo decir que ninguno tocó mi alma”, asegura. Luego se contradice “los hombres son torpes, agresivos, algunos son crueles, por eso yo les enseño (a ellas) el arte de actuar, para que se protejan de los daños que dejan los clientes. Les doy condones y enseño formas exóticas de ponerlos para que el cliente no se resista y las maltrate, o me las vayan a infectar. Una enferma es pérdida para el negocio”.
Soraya es una de las miles de víctimas de trata para explotación sexual que se convirtió en tratante de mujeres y adolescentes. En contraste, la camboyana Somaly Mam, con una historia parecida, es activista y ha salvado a miles de víctimas de la industria que compra y vende seres humanos para un negocio que arroja ganancias de más de 15 mil millones de dólares anuales.
¿Qué incita a un víctima a trabajar desde la compasión y a otra a reproducir la crueldad y el abuso que otros le infligieron? Resulta difícil saberlo. La personalidad, el carácter, la voluntad, la fuerza interior, el entorno y la capacidad creativa juegan un papel importante. Lo cierto es que casi todas las historias positivas tienen como factor central la solidaridad. Hay un momento clave en que alguien mira a los ojos a esas víctimas y les hace saber que su vida es importante, les ayuda a saber que su dolor se puede transformar en aprendizaje, en misión preventiva. Somaly dijo que al salvar a otras salva a su propia niña interior y eso la hace mejor persona.
Ella me recuerda que la explosión de violencia en México va dividiendo a la sociedad entre sobrevivientes y victimarios. El reto está en mirarnos e inventar herramientas sociales para cuestionar los discursos que nos esclavizan y construir argumentos que nos liberen.
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