Por Ricardo Rocha
14 octubre 2010
Cada minero que sale es una luz desde la oscuridad y también una bofetada en el rostro de México. Apenas el 26 de agosto expresé aquí mi admiración por la enorme, inmediata y decidida movilización de pueblo y gobierno de Chile para rescatar a los 33 mineros atrapados a 700 metros de profundidad. Pero también hube de manifestar mi rabia envidiosa porque en México no hicimos nada por nuestros 65 mineros de Pasta de Conchos.
El de Chile es un triunfo de la voluntad impulsada por la fe, pero también por el trabajo y el esfuerzo infatigable de cientos de personas que participaron de algún modo en el rescate. Y, por supuesto, la fuerza espiritual de miles de familiares y chilenos en general, que a lo largo de su país constituyeron un gran colectivo de oraciones al que se sumaron millones de ojos y corazones que, desde los más apartados rincones del mundo, siguieron cada capítulo de esta historia. Una formidable lección de sobrevivencia humana, coraje y amor por la vida.
Por eso nos duele aún más Pasta de Conchos. Y hoy, más que nunca, se nos restriega el recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue. El rescate que nunca se intentó. La enanez del grandote Fox. La estulticia del yunquista Salazar, secretario del Trabajo. La mezquindad del magnate Larrea, de Minera México. Y la indiferencia de muchos medios de comunicación que se limitaron a reseñar la inacción del no pasa nada porque todo está perdido.
Hoy, a cuatro años de distancia de aquel 19 de febrero de 2006, Pasta de Conchos sigue siendo una herida abierta en la conciencia de este país. Un capítulo de mentiras, corrupción y negligencia del que lo único rescatable es la conmovedora lucha de las viudas, que siguen pugnando por recuperar a sus muertos.
Quisiera creer que todavía estamos a tiempo de emular el ejemplo chileno. Que en un rasgo de dignidad y con un mínimo de sensibilidad se intentara una justicia póstuma en aquella mina de Coahuila convertida en fosa común. Pero no. Para ser honesto no creo que nada vaya a ocurrir ahora. El gobierno anterior se cruzó de brazos. Y el actual ha dado el caso por cerrado y no se ha dignado a escuchar los reclamos.
Al momento de escribir estas líneas, ventitantos de los 33 han sido ya rescatados. Algunos estupefactos de poder miran de nuevo el mundo. Otros, eufóricos en los gritos del llanto. Todos con el agradecimiento intensísimo de ser protagonistas de un milagro. Y de las escenas conmovedoras de abrazos y besos a sus mujeres, a sus hijos, a sus hermanos y hasta a sus gobernantes. El fin de una espera que sólo el temple y el valor hicieron soportable.
En consecuencia, Sebastián Piñera, el derechista que en buena lid arrebató el gobierno a la izquierda chilena, ha consolidado su liderazgo. Lo hizo muy bien, sin aspavientos y antes de lo previsto. Hay quien dice que fue para sacar ventaja política. Yo prefiero ser ingenuo y creer que actuó por convicción y buena fe.
Lo mismo quisiera pensar de quienes nos gobiernan. Pero cada vez me la ponen más difícil.
El de Chile es un triunfo de la voluntad impulsada por la fe, pero también por el trabajo y el esfuerzo infatigable de cientos de personas que participaron de algún modo en el rescate. Y, por supuesto, la fuerza espiritual de miles de familiares y chilenos en general, que a lo largo de su país constituyeron un gran colectivo de oraciones al que se sumaron millones de ojos y corazones que, desde los más apartados rincones del mundo, siguieron cada capítulo de esta historia. Una formidable lección de sobrevivencia humana, coraje y amor por la vida.
Por eso nos duele aún más Pasta de Conchos. Y hoy, más que nunca, se nos restriega el recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue. El rescate que nunca se intentó. La enanez del grandote Fox. La estulticia del yunquista Salazar, secretario del Trabajo. La mezquindad del magnate Larrea, de Minera México. Y la indiferencia de muchos medios de comunicación que se limitaron a reseñar la inacción del no pasa nada porque todo está perdido.
Hoy, a cuatro años de distancia de aquel 19 de febrero de 2006, Pasta de Conchos sigue siendo una herida abierta en la conciencia de este país. Un capítulo de mentiras, corrupción y negligencia del que lo único rescatable es la conmovedora lucha de las viudas, que siguen pugnando por recuperar a sus muertos.
Quisiera creer que todavía estamos a tiempo de emular el ejemplo chileno. Que en un rasgo de dignidad y con un mínimo de sensibilidad se intentara una justicia póstuma en aquella mina de Coahuila convertida en fosa común. Pero no. Para ser honesto no creo que nada vaya a ocurrir ahora. El gobierno anterior se cruzó de brazos. Y el actual ha dado el caso por cerrado y no se ha dignado a escuchar los reclamos.
Al momento de escribir estas líneas, ventitantos de los 33 han sido ya rescatados. Algunos estupefactos de poder miran de nuevo el mundo. Otros, eufóricos en los gritos del llanto. Todos con el agradecimiento intensísimo de ser protagonistas de un milagro. Y de las escenas conmovedoras de abrazos y besos a sus mujeres, a sus hijos, a sus hermanos y hasta a sus gobernantes. El fin de una espera que sólo el temple y el valor hicieron soportable.
En consecuencia, Sebastián Piñera, el derechista que en buena lid arrebató el gobierno a la izquierda chilena, ha consolidado su liderazgo. Lo hizo muy bien, sin aspavientos y antes de lo previsto. Hay quien dice que fue para sacar ventaja política. Yo prefiero ser ingenuo y creer que actuó por convicción y buena fe.
Lo mismo quisiera pensar de quienes nos gobiernan. Pero cada vez me la ponen más difícil.
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