MÉXICO, D.F., 17 de marzo.- Cinco siglos de lucha contra el agua han dado su amargo fruto. La Ciudad de México señala el triunfo de quienes el Libro de Job llama los constructores del desierto. Nadie puede creer que en el horror actual hubo lagos y ríos. Hoy los cuadros de José María Velasco y los otros pintores del paisaje se dirían productos de la imaginación.
Parece literatura fantástica leer que la capital tuvo un puerto, San Lázaro; que el presidente Juárez se halló en peligro de ahogarse al zozobrar el vapor que lo conducía a Texcoco; o que hay una carta de Pedro Henríquez Ureña en que narra a su joven amigo Alfonso Reyes su travesía en lancha del Zócalo a Xochimilco.
Un millón de árboles
La catástrofe ecológica empezó con la decisión de fundar la ciudad española sobre las ruinas de Tenochtitlán. Los inmensos bosques que la rodeaban desaparecieron por la necesidad de talar los árboles para construir con su madera los nuevos edificios y ceder espacio a la alimentación de los animales que trajeron los conquistadores.
Antes del gas y del petróleo todo se hacía con leña. Hasta bien entrado el siglo XX. La ciudad exigió un millón de árboles anuales. Federico Gamboa fue el único que advirtió la voracidad del ferrocarril para devastar los bosques en aras del combustible y los durmientes que demandaban los rieles. Hoy millones de árboles muertos yacen inútiles en las vías abandonadas. Se acabó por codicia e ineptitud con los trenes que fueron el gran símbolo y el gran motor del progreso.
El otro valle de lágrimas
Más trágica, si ello es posible, es la historia de los lagos y de los ríos. El Valle de México no es un valle, sino una cuenca carente de salida natural para sus aguas. La capital sufría de constantes inundaciones y para defenderla se emprendió un trabajo de siglos a fin de horadar las montañas y desecar los lagos.
A mediados del siglo XX la obra estaba consumada. El lecho lacustre desa-pareció bajo el reino de la tolvanera y la basura. Lugares inhumanos sin servicios ni planeación empezaban su cerco rencoroso e inexorable contra la capital. Los ríos entubados en catafalcos de cemento sucio corrían llenos de mierda y de basura. Dejaban su espacio a multitudes de vehículos siempre en aumento que se burlan de todas las obras ideadas para abrirles paso.
La victoria de la rapiña y la corrupción están aquí, en la postciudad que ya no tiene límite ni nombre, en el DF que todo lo devora: las lindes con los estados vecinos, el agua que cada día falta más, el aire emponzoñado y cancerígeno, la luz enturbiada por la contaminación, la tierra erosionada y muerta, el paisaje sepultado por anuncios y edificios espantosos, el silencio al que tritura un estruendo a cada instante más, la convivencia destruida porque no puede haber urbanidad donde no existe urbe.
Entre las causas de la violencia ciega que amenaza con destruirlo todo nadie incluye la desolación y la desesperanza que engendran vivir, sobrevivir, en un lugar donde toda fealdad tiene su asiento.
El desastre profundo
Ya en la recta final del siglo pasado Teodoro González de León conoció, gracias a Fernando Hiriart, el Proyecto Texcoco en que Nabor Carrillo, gran conocedor del subsuelo del Valle, formuló una propuesta para resolver tres problemas capitales de la capital que usurpa el nombre al país entero: evitar las inundaciones, satisfacer el abastecimiento de agua sin recurrir a otras cuencas y frenar el hundimiento de la ciudad.
Deslumbrado por esa lógica impecable, González de León empezó a imaginar la recuperación de la ciudad lacustre original. Para nuestra desgracia, el Proyecto Texcoco fue sustituido por una obra totalmente opuesta a la cual se aplicaron todos los recursos: el Drenaje Profundo que deja escapar 90 por ciento del agua penosamente subida a un valle a 2 mil metros de altura.
Hoy más que nunca es necesario revivir el gran plan de los lagos. La mancha urbana invadió el vaso de Chalco, una y otra vez anegado por las aguas negras, pero quedan huecos suficientes para la reinvención de la ciudad lacustre. Al proyecto de González de León se sumaron Alejandro Rosas Robles, Alberto Kalach y Gabriel Quadri de la Torre. En l998 publicaron en Clío La ciudad y sus lagos. Una vez más el plan quedó increíblemente sin respuesta. Ahora acaba de aparecer México: ciudad futura (Madrid, Blok/RM) en que a González de León, Kalach y Quadri de la Torre se suman Gonzalo Celorio, Gustavo Lip-kau, Humberto Ricalde, Juan Palomar y Eduardo Vázquez Martín.
La isla en medio de los lagos
En su crónica del desarrollo urbano y la desaparición de los lagos, González de León recuerda que los españoles encontraron una civilización lacustre muy desarrollada que había inventado la chinampa como sistema de agricultura intensiva. Tenochtitlán, la sede del poder político, religioso y militar, ocupaba una isla conectada a tierra firme por cinco calzadas que funcionaban como diques y una red de canales que la relacionaban con todos los pueblos ribereños. Gracias a Nezahualcóyotl y otros grandes arquitectos e ingenieros se constituyó un orden urbano y arquitectónico en armonía con el medio ambiente que manejaba las aguas para recolectar y producir alimentos y transportar personas y productos.
Los conquistadores no entendieron el urbanismo azteca. La ciudad que reemplazó a Tenochtitlán partió de la idea de rellenar los canales y secar la tierra para ocuparla y repartirla entre los vencedores. Roto el equilibrio, México empezó a sufrir inundaciones tan graves como la de l629 que duró seis años. Se emprendieron obras costosísimas que duraron 300 años para desaguar el Valle.
En la ciudad española los lagos todavía formaban el entorno ambiental del paisaje y abastecían de productos frescos a sus habitantes. La arquitectura logró un orden armonioso. La cuenca conservaba su imagen lacustre y su atmósfera transparente. México estaba sólidamente integrado a su entorno natural.
El hundimiento en el polvo
En el siglo XX volvieron las inundaciones. La mermada extensión lacustre se convirtió en un páramo polvoriento que ahogaba a México en tormentas de polvo y apareció un nuevo fenómeno: el hundimiento producto del bombeo de aguas subterráneas. Surgieron dos propuestas contrarias: la de Nabor Carrillo para crear un sistema de lagos interconectados que regularan las avenidas y reciclaran el agua; y otra para desecar en definitiva el lago. La decisión política se tomó a favor del Drenaje Profundo.
Había recursos para invertir en infraestructura y regular el acelerado crecimiento de la población. Sin embargo, se decretó que la ciudad no debería crecer y se negaron todas las licencias. A partir de entonces el crecimiento se disparó en forma anárquica sobre el Estado de México.
De l950 a 2000 la población creció de tres a l8 millones y el área urbana se multiplicó siete veces. De 230 kilómetros cuadrados a l,550 kilómetros cuadrados, 70% compuesto por asentamientos irregulares. Se ocuparon lechos de lagos y ríos que requirieron costosas e ineficientes obras de protección.
Las laderas del sur y del poniente, que junto con el Pedregal son las áreas en que se infiltra el agua de lluvia al acuífero subterráneo, alojan 4 millones de habitantes y están sometidas a un feroz proceso de destrucción. Los desechos urbanos –basura y drenaje– se siguen evacuando junto a las áreas pobres del oriente. A pesar de todo, a lo largo de 30 años, carente de presupuesto y apoyo político, el Proyecto Texcoco, dirigido por Gerardo Cruickshank, ha logrado construir el Lago Nabor Carrillo, que se mantiene con sólo 0.05% de las aguas residuales, y preservar un área importante amenazada por invasiones.
Los problemas de ambulantaje se han acrecentado. Las plantas de energía y el consumo de combustible han creado un gravísimo problema de contaminación. México ha perdido su identidad geográfica y el paisaje circundante sólo puede verse tres o cuatro veces al año.
Apocalipsis o utopía
Con el proyecto México, ciudad futura, que se basa en la restauración de los lagos y la creación de un nuevo polo de desarrollo al oriente, la ciudad vuelve a encontrar su historia y su geografía. Hay un clima más temperado, la mayor evaporación produce una atmósfera más limpia, se recuperan el paisaje lacustre y las montañas circundantes. El nuevo polo del oriente hace una ciudad más justa, contrapeso al desarrollo desequilibrado del poniente. Se puede captar la mayor parte del crecimiento esperado para esta década (cinco millones) y las laderas quedan libres para que se infiltre la lluvia. Sin repetir el terror de Atenco ni lanzarse contra los campesinos, el actual aeropuerto se convierte en un espacio verde del mismo tamaño que Chapultepec. Está en una isla a l6 kilómetros del actual.
México, ciudad futura propone la creación de un sistema de lagos interconectados con una extensión tres veces mayor que la bahía de Acapulco, rodeados por un litoral de 80 kilómetros para desarrollo urbano. Los rellenos sanitarios de basura serán espacios verdes para suplir las deficiencias de las colonias al oriente de la ciudad. Habrá islas ligadas por medio de vías rápidas, entre ellas la necesaria conexión norte-sur por el poniente.
Es lamentable no poder mencionar en este breve espacio los demás estudios y ensayos que componen un libro fundamental. Estamos ante una disyuntiva inescapable: continuar por el camino del Apocalipsis (la ausencia del agua, la sed sin medios para saciarla, el megacongestamiento que paralizará por completo calles y avenidas, la asfixia bajo el aire ponzoñoso, el terremoto seguido por el tsunami de aguas negras, la violencia que acabará con todo lo que sobrevive entre las ruinas), o bien, confiar a las corrientes originales de los que fueron nuestros lagos y nuestros ríos la única posibilidad de salvación.
Ante el horror actual se dirá que México, ciudad futura es una utopía. “No hay tal lugar”, un sitio de esta naturaleza no puede existir en nuestro áspero mundo. Pero no está de más recordar en este momento la sabiduría de Oscar Wilde: “No vale la pena ningún mapa que no incluya la isla de Utopía”. (JEP)
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