martes, marzo 06, 2012

El arte de engañar


Los publicistas tienen un trabajo difícil. Tienen que promover algo para que se considere atractivo, convertirlo en un producto exitoso y se adquiera. El producto puede ser un objeto material de cualquier índole, pero puede ser también una idea o una versión de algo o sobre algo. En cualquier caso, el objetivo es cambiar la percepción de la gente para que compre algo y hacer que ese producto sea exitoso comercialmente y genere mayores ingresos a la(s) empresa(s) que lo comercializan, o bien hacer que la gente cambie de opinión acerca de algo o alguien con el objeto de que modifiquen su conducta para que beneficien a alguien o a algún grupo en particular. Los publicistas, pues, tienen un trabajo difícil, dado que requieren ser muy creativos para encontrar cualidades a productos que no las tienen y/o mostrar que el que promueven es mejor que otros que están en el mercado y señalar por qué el que publicitan debe ser favorecido por encima de los demás. Por otro lado, si desean promover una idea, una persona o un grupo, tienen que manipular la palabra de tal forma que con un brevísimo mensaje el público hacia quien está dirigido llegue a estar en consonancia con lo dicho. En ambos casos, vender algún producto, o vender una idea, la verdad no es necesariamente parte de la estrategia publicitaria; se trata de buscar la forma de estar cerca de la verdad y determinar que tan lejos de ella se puede llegar sin que se detecte que lo que se está diciendo deje de ser considerado verdadero. En otras palabras, el publicista tiene que determinar hasta qué punto una mentira logra considerarse una verdad. Cabe señalar que esta industria sin chimeneas ha generado miles de millones de pesos a costa de cientos de miles de ciudadanos que son poco analíticos y que desean creer en una gran cantidad de productos y objetos frecuentemente inútiles y que por lo general carecen de las propiedades que les adjudica la publicidad. El ejemplo más patente de esto, desde luego, son los productos milagro. Asimismo, a lo largo de la historia, los expertos en asuntos publicitarios han tenido a bien impulsar ideas para que ocupen espacios en la mente de la gente o personas para que ocupen puestos de gobierno. La más de veces esto ha resultado catastrófico para las mismas personas a quienes van dirigidas las campañas publicitarias. En pocas palabras, los publicistas logran inducir una especie de suicidio colectivo. Desde luego, siempre se logran beneficios para unos cuantos.

Existen muchísimos ejemplos de todo esto, pero por límite de espacio me enfocaré en dos. El primero son los suplementos alimenticios. Son sustancias generalmente tomadas por vía oral para aumentar la ingesta de vitaminas, minerales, grasas, aminoácidos u otras sustancias naturales, con objeto de mantener o mejorar nuestra salud o estado general de bienestar. Hoy día las ventas de esos productos alcanzan millones de pesos y la publicidad al respecto es inmensa. No existe, desde luego, ninguna evidencia de que esos productos produzcan algún beneficio. No todos los suplementos son iguales y algunos pueden ser útiles para enfrentarse a alguna condición particular, pero en general tienen más riesgos que beneficios. Los riesgos pueden estar relacionados con las propiedades inherentes del suplemento; puede estar contaminado con metales pesados, por ejemplo, o adulterado con drogas sintéticas. Pero lo más seguro es que tienen muchos efectos adversos, debido a que no hay investigación científica que los respalde y sólo hay una grandísima dosis de publicidad que contiene medias verdades y muchas mentiras. En el caso de los suplementos alimenticios los publicistas pueden alejarse mucho de la verdad, porque hay algo de lógica en el mensaje; las vitaminas a veces son útiles. Y, efectivamente, lo son si las necesitas y si sabes cuál es la que te hace falta en algún momento de tu vida. Pero si la tomas porque te sientes casado (como todos lo estamos en algún periodo), lo único que pasa es que se adelgaza tu cartera, engorda la de otro y las vitaminas van a dar al drenaje, pues lo eliminarás todo por la orina tan pronto como la tomes.

El segundo ejemplo que quiero señalar tiene que ver con las campañas presidenciales. Allí los publicistas expertos en campañas tienen que usar toda su imaginación para mentir, como ocurrió en 2006 con el AMLO es un peligro para México. Nadie se puso a analizar por qué y para quién era un peligro. Simplemente se coló la idea. Hubo un buen publicista, pero sin ninguna ética, y eso a nadie le importó.

En esta versión 2012 de las elecciones en México ya se iniciaron manifestaciones con sesgos denigrantes. Un ejemplo, no sé si por recomendación de un publicista o motu proprio, la candidata del PAN señaló que el gabinete de AMLO suma mil 500 años, pretendiendo descalificar, intentando promover la idea de que tener más años es incapacitante para ejercer un puesto en gobierno. Cabe señalar que la edad no es factor determinante para evaluar capacidad en puestos de responsabilidad. Yo más bien preguntaría: ¿quiénes formarían su gabinete y por qué no lo revela ahora? No necesita contestar, ya lo sabemos: no puede, porque tiene que esperar y ganar las elecciones para dar los nombramientos, pagando favores otorgados durante la campaña. Pagando favores no se gobierna para el país, se gobierna para intereses particulares. El Partido Revolucionario Institucional está en las mismas. ¿Qué no sería más útil elevar el nivel del discurso? Los ciudadanos lo apreciaríamos más.

Evaluar a los encuestadores

Resulta importante y muy oportuno el ejercicio realizado por Leo Zuckermann en su artículo titulado: Quién es quién en las encuestas, publicado en el más reciente número de la revista Nexos. El autor invita a iniciar un debate sobre la transparencia y la rendición de cuentas a las que están obligadas las casas encuestadoras. También pone de relieve la necesidad de que la sociedad participe en la evaluación de estas empresas, y propone una manera de hacerlo.

Es oportuno, porque hoy, en la etapa previa a las elecciones para elegir al presidente de la República, se vive una guerra de encuestas –término que emplea Zuckermann para los casos que analiza–. La metáfora resulta apropiada pues, por ejemplo, en lo que podría considerarse una escaramuza, hace dos semanas el licenciado Felipe Calderón dio a conocer los resultados de un ejercicio demoscópico, en el cual la precandidata de su partido, Josefina Vázquez Mota (JVM), se encuentra a una distancia de sólo 4 puntos respecto de su rival del PRI, Enrique Peña Nieto y, desde luego, se condena al tercer lugar al candidato de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador. A pesar de que algunos integrantes del PAN aseguraron que se trataba de un resultado que ya había sido publicado por su partido, quizá nunca sabremos nada acerca de su origen y confiabilidad. Pero, como en las guerras, pase lo que pase, los contendientes siempre tienden a exclamar: ¡Vamos ganando! Hay una razón, pues entre la clase política mexicana existe la creencia de que estas herramientas pueden ser de utilidad, no sólo para saber quién va arriba, sino además, como inductoras de conductas electorales (al igual que en las guerras la propaganda sirve para inducir conductas bélicas). Creencia que, por cierto, es compartida por varios intelectuales y comunicadores, como puede corroborarse en el caso del voto útil, en un escenario construido deliberadamente (basado en encuestas) para beneficiar a JVM.

Pero volviendo al texto citado, en el que se analizan los datos de 44 encuestas previas a 17 elecciones para gobernador realizadas en México en el periodo 2010-2011, lo primero que llama la atención es el importante número de empresas encuestadoras que ya existen en nuestro país, lo que implica que hay una elevada demanda por sus servicios. Una pregunta que se formula recurrentemente el investigador es ¿quién las paga? Este dato, que nunca se da a conocer, lleva al autor a vincular el tema del financiamiento con la transparencia a la que deberían ceñirse estas empresas, e implícitamente se convierte en una propuesta que, en mi opinión, bien merecería incluirse en las legislaciones que regulan sus actividades.

El plato fuerte del artículo es su propuesta para calificar a las encuestadoras. Esto hace surgir otra pregunta: ¿por qué evaluarlas? La respuesta que se me ocurre es muy simple: ante el uso faccioso que se les da y se les ha dado, la sociedad desconfía profundamente de ellas. También porque para los análisis que realizan los especialistas rigurosos, como el propio autor, se necesita saber cuáles son las herramientas más confiables en las que puedan apoyarse en sus estudios. El resultado que obtiene es muy interesante. Para calificar a estas empresas Zuckermann utiliza tres parámetros: a) qué tanto aciertan en el ganador; b) los errores en la diferencia entre los contendientes, y c) el número de encuestas que realizan. A todos les asigna un factor de ponderación, que es hasta cierto punto arbitrario. Podría haber otros mejores o peores, pero aquí hay al menos una propuesta sensata. Algunos resultados: entre las mejor calificadas en este ranking se encuentran las encuestas realizadas por el periódico El Universal y entre las peores las del diario Reforma, hablando de medios de comunicación. Otras, como Consulta Mitofsky, obtienen una calificación muy baja (ocupa el lugar 11 entre un total de 17 empresas); aquí llama la atención que si bien su efectividad para acertar al ganador está dentro del promedio general, comete errores en la diferencia entre contendientes, en este caso entre el primero y segundo lugares, lo que la haría menos confiable que otras en este capítulo, de acuerdo con la propuesta de evaluación que se comenta.

A mí siempre me ha parecido muy chocante poner el énfasis en las cosas que le hacen falta a un estudio. Primero porque ningún trabajo puede abarcarlo todo, y porque no se podrían reconocer los faltantes si alguien no se hubiera atrevido a poner las primeras piedras, o a diseñar la primera versión de un edificio. En este sentido me parece muy meritorio el trabajo de Leo Zuckermann. Hago, sin embargo, algunos comentarios para contribuir al debate al que convoca este investigador:

1. Los resultados del estudio pueden ser válidos para las elecciones de gobernadores, pero no necesariamente para unos comicios presidenciales, a menos que ambos procesos se consideren equivalentes, algo que en mi opinión no puede hacerse (por ejemplo, hay diferencias en la participación que se reflejan en los índices de abstencionismo).

2. Habría que considerar el grado de comunicación entre las casas encuestadoras, o bien la tendencia de los políticos a contratar simultáneamente varias empresas de este tipo. Para algunos analistas, la coincidencia de los resultados prelectorales entre varias firmas llega a ser sinónimo de confiabilidad, algo que no necesariamente es correcto.

3. Imaginemos un país donde priva la corrupción y el común denominador son los fraudes electorales (aunque lo duden no me refiero a México, sino a un país hipotético). El acertar ciento por ciento al ganador ¿sería sinónimo de confiabilidad? También podría pensarse que el resultado de una encuesta sirve para convalidar procesos fraudulentos. Quizá podría introducirse un factor adicional, considerando los casos de impugnación que llegan a los tribunales.

4. Las encuestas no sirven sólo para saber quién va a ganar, como afirma el citado autor, sino además pueden servir como elementos de propaganda e inductoras de conductas electorales, como en el ya mencionado caso del voto útil. Esto es algo muy difícil de demostrar, aunque algunos analistas recurren al antecedente de las elecciones de 2000. Es una hipótesis que aún no puede descartarse.

Un amigo me comentaba que si se demostraba que las encuestas eran inductoras del voto, sería razón suficiente para prohibir su difusión. Yo no soy partidario de la prohibición. Más bien coincido con Zuckermann en que deben ser transparentes. Con las encuestas pasa lo mismo que con los alimentos transgénicos, que deben estar bien etiquetados y así cada quien puede decidir si se los come.

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