domingo, marzo 10, 2013

Hugo Chávez y yo

Nicolás Maduro (derecha) jura como presidente encargado de Venezuela, junto al presidente del parlamento, Diosdado Cabello, y ante el féretro del presidente Hugo Chávez, el viernes pasado.


Venezuela: el futuro inmediato

Una vez le pregunté si prefería a los enemigos que lo odiaban porque sabían lo que hacía, o a los que echaban espuma por la boca por pura ignorancia. Riendo, dijo que prefería a los primeros, porque lo hacían sentir que estaba en el camino co­rrecto. La muerte de Hugo Chávez no llegó por sorpresa, pero no por eso es menos difícil de aceptar. Hemos perdido a uno de los gi­gantes políticos de la era poscomunista. Ve­nezuela, cuyas élites estaban hundidas en corrupción en enorme escala, era considerada un enclave seguro de Washington, y en el otro extremo estaba la Internacional Socialista. Pocos pensaban en el país antes de las victorias de Chávez. Luego de 1999, todos los medios importantes de Occidente se sintieron obligados a enviar un corresponsal. Desde entonces todos han dicho lo mismo (se suponía que el país estaba al borde de una dictadura de corte comunista); habrían hecho mejor en unir sus recursos.
Lo conocí en 2002, poco después del fracaso del golpe militar instigado por Washington y Madrid, y después lo vi en numerosas ocasiones. Durante el Foro Social Mundial en Porto Alegre, Brasil, pi­dió verme y me dijo: ¿Por qué no ha estado en Venezuela? Venga pronto. Así lo hice. Lo que me atrajo fue su brusquedad y coraje. Lo que a menudo parecía un mero impulso en realidad había sido meditado cuidadosamente y luego, dependiendo de la respuesta, era agrandado por sus erupciones espontáneas. En un momento en que el mundo se había quedado callado, cuando la centro derecha y la centro izquierda tenían que batallar mucho para encontrar algunas diferencias y sus políticos se habían convertido en hombres máquinas disecados, obsesionados con ganar dinero, Chávez iluminó el panorama político. Parecía un buey indestructible, que hablaba durante horas a su pueblo con voz cálida y sonora, una feroz elocuencia que hacía imposible permanecer indiferente. Sus palabras tenían una pasmosa resonancia. Sus discursos estaban tapizados de homilías, de historia continental y nacional, citas del líder revolucionario del siglo XIX y presidente venezolano Simón Bolívar, pronunciamientos sobre el estado del mundo y canciones. A nuestra burguesía le avergüenza que cante en público. ¿A ustedes les molesta?, preguntaba a los que escuchaban. La respuesta era un no estentóreo. Entonces les pedía unirse al canto y murmuraba: Más alto, para que puedan oírlos en el oriente de la ciudad.
Una vez, antes de uno de esos mítines, me miró y me dijo: Se le nota cansado hoy. ¿Resistirá toda la tarde? Depende de cuánto tiempo vaya a hablar, respondí. Prometió que sería un discurso breve. Menos de tres horas.
Los bolivarianos, como se conoce a sus partidarios, ofrecieron un programa político que desafió al consenso de Washington y sus postulados de neoliberalismo en casa y guerras en el extranjero. Fue esa la razón principal de la denigración de Chávez, que continuará mucho después de su muerte.
Los políticos como él se han vuelto inaceptables. Lo que más odiaba era la desdeñosa indiferencia de los políticos convencionales de Sudamérica hacia su propio pueblo. La élite venezolana es notoriamente racista. Consideraba al presidente electo de su país ordinario e incivilizado, un zambo, mezcla de africano e indio, en quien no se podía confiar. Sus partidarios eran presentados como micos en las cadenas de la televisión privada. Colin Powell tuvo que dar una reprimenda pública a la embajada de Estados Unidos en Caracas por dar una fiesta en la que Chávez fue retratado como un gorila.
¿Eso le sorprendió a Chávez? No, me dijo con semblante sombrío. Yo vivo aquí, los conozco bien. Una razón por la que muchos nos alistamos en el ejército es porque otras avenidas están cerradas. Ya no. Él se hacía pocas ilusiones; sabía que los enemigos locales no bullen y conjuran en el vacío. Detrás de ellos actuaba el Estado más poderoso del mundo. Por unos momentos creyó que Obama sería diferente; el golpe de Estado en Honduras lo libró de esas nociones.
Tenía un puntilloso sentido del deber hacia su pueblo. Él era uno de ellos. A diferencia de los socialdemócratas europeos, nunca creyó que algún beneficio para la humanidad pudiera venir de las corporaciones y los banqueros, y lo dijo desde mucho antes del colapso de Wall Street en 2008. Si tuviera que ponerle una etiqueta, diría que era un socialista demócrata, muy apartado de cualquier impulso sectario y que repudiaba la conducta de varias sectas de extrema izquierda, obsesionadas consigo mismas, y la ceguera de sus rutinas. Eso me dijo la primera vez que nos vimos.
Leer articulo completo AQUI.

No hay comentarios.: