Arturo Alcalde Justiniani
La Navidad y el final de año conllevan un mensaje de revista de acciones y renovación. Si tuviéramos que definir el ambiente habría que reconocer la sensación generalizada de incertidumbre, encono social, creciente desconfianza hacia las instituciones públicas por su incapacidad para superar la pobreza, temores de represión y, en contraste, también el surgimiento de nuevas formas de expresión y organización que reclaman justicia y equidad.
La incertidumbre permea todos los espacios, incluye la inseguridad personal y familiar con motivo de la creciente delincuencia e impunidad, cotidianamente narrada por sus víctimas, así como lo más estructural, relacionado con la ausencia de empleo y salario dignos, degradando el presente y futuro de la mayor parte de la población. El tradicional esfuerzo de los padres por apoyar a los hijos en obtener un título universitario no garantiza, como en los viejos tiempos, la posibilidad de lograr un espacio en el mercado laboral; el escenario más probable para los jóvenes de hoy es convertirse en víctimas de la precariedad, la informalidad y el changarrismo. Por tanto, los padres deben incluir hoy en sus preocupaciones el futuro de sus vástagos adultos.
Estas condiciones que abarcan al país en su conjunto son agravadas por el desprestigio de las instituciones políticas, incluyendo los partidos, legisladores y órganos electorales, sometidos todos a la lógica de la consigna, de la cuota, de la autoprotección y complacencia, cada vez más lejanos de los intereses de aquellos que dicen representar. Preocuparse en serio por el bienestar de los demás parece tarea de ingenuos o despistados.
La incertidumbre se amplía cuando se observa que la salud, la seguridad social, las instituciones de educación pública y la cultura quieren ser sometidas a presupuestos raquíticos con obvias tendencias a la privatización, lo que por definición conlleva la exclusión. En contraste, un pequeño sector privilegiado engorda sin límites sus alforjas como resultado de la especulación y de negocios protegidos por sus "relaciones", incrementando así los niveles de polarización social y falta de equidad. En esta materia nos destacamos, a grado tal que los organismos internacionales que dieron la receta para llevarnos a los resultados actuales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, advierten irónicamente sobre la necesidad de un cambio de rumbo: "Tanta injusticia es peligrosa y asusta a los inversionistas", dicen. El progreso y la modernización son postulados vacíos de los interesados en convencernos que no debemos variar el paso. A su juicio y conveniencia, sólo este mundo es posible.
No aparece en el panorama presente alguna institución con liderazgo moral suficiente para favorecer los cambios; no sólo las instituciones políticas están desprestigiadas, corren la misma suerte los órganos de justicia, incluyendo la Suprema Corte, cuyos integrantes se ven identificados con compromisos políticos demasiado ocupados en temas superfluos. La misma condición agobia a la justicia de barandilla que el ciudadano sufre cotidianamente, cuando debe acudir ante una agencia del Ministerio Público o a desahogar un juicio normalmente condenado a largos años de duración. Sería muy fácil levantar un listado de instituciones cuestionadas. Los sindicatos son otro ejemplo evidente, 90 por ciento de ellos son falsos; jamás será posible una reforma laboral que valga la pena si se pretende el aval de los viejos liderazgos; alguien decía que es como pretender reformar el Código Penal al gusto de los delincuentes. Las formas tripartitas de representación, incluyendo tribunales y comisiones nacionales, entre ellas la de salarios mínimos, se reducen a meras simulaciones; el vergonzoso incremento pactado por debajo de la inflación es muestra de ello. No hay árbitro confiable.
En otros países, en época de crisis, las iglesias actúan como promotoras de valores y los medios de comunicación coadyuvan para elaborar el diagnóstico y el diálogo colectivos. En México nuestras instituciones religiosas son en general conservadoras, no tienen agenda social y carecen de liderazgo intelectual para promover cambios de fondo. Los medios de comunicación libres son objeto de acoso; se ha impuesto la voluntad de las corporaciones, como el duopolio televisivo, con la complacencia del Estado, y para muestra tenemos la ley Televisa, aprobada este año, sello ruin de esta complicidad. Hoy, los pocos medios independientes y los periodistas que ejercen su oficio con libertad navegan a contracorriente, convirtiéndose en verdaderos gigantes en favor de la democracia y los derechos humanos fundamentales, aquellos que creíamos alcanzados desde hace un siglo.
Pese a todo lo anterior, frente a la incertidumbre y la desconfianza, se ven luces de salida expresadas en formas colectivas y autogestivas de organización que no responden al esquema tradicional de acción; es el caso de las movilizaciones populares contra el de- safuero, la defensa de los trabajadores mineros en contra de la intromisión estatal y patronal, las luchas regionales en defensa de los recursos naturales, especialmente del agua; las redes sociales con reclamos propios, con gran capacidad de sorprender, como la movilización oaxaqueña. No está claro aún la forma en que esta efervescente energía social logre traducirse en alternativas a los problemas de nuestra sociedad, lo que es evidente es que nos obligan a actuar con base en nuevas categorías. La refundación de una izquierda moderna, progresista, tolerante y viable debe ser parte de esta necesidad de cambios. Especialmente los jóvenes están construyendo estas nuevas respuestas a los viejos problemas.
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