Luis Linares Zapata
Felipe Calderón se fue de viaje presumiendo una guerra contra el narco recién descorchada y una presidencia oficial cuestionada por millones. Fox, por su parte, emprendió innumerables travesías y, desde el mero inicio de éstas, empezó a derrochar a puños el bono democrático que se le otorgó por haber vencido al viejo PRI. Ambos recalaron en el célebre Foro de Davos (Suiza) para estrenar sus egos como figuras internacionales. Uno gozando de su estrellato recién conseguido. El otro en busca de los espaldarazos que amortigüen su ilegitimidad. Pero los dos imbuidos en un espíritu de vendedores al por mayor de las riquezas y las atenciones que, de adquirir sus ofertas, recibirán los compradores cuando toquen suelo mexicano.
Para su infortunio, los dos panistas, viajeros preferentes, se toparon con Luis Inacio (Lula) da Silva, el trabajador del acero recién relecto presidente de su ése sí emergente país (BRIC). Fox fue desplazado de su papel de guía refulgente de la escena mundial apenas un año después de ocupar la Presidencia de México. Lula venía de derrotar, en su cuarto intento, a la atrincherada derecha brasileña. El forcejeo fue ahí, en ese preciso foro de los grandes capitanes de los macronegocios mundiales y otros asuntos relacionados con el poder y las elites mundiales. Calderón, por su parte, recibió una lección de manejo de las relaciones exteriores y de comprensión de los fenómenos políticos que viven los sudamericanos. En ambas circunstancias, el profesor fue, una vez más, el mismo brasileño pequeño, rudo y popular. En el casi debate habido en Davos, Lula se mostró cauto y defensor de los suyos ante un Calderón que recitaba eslogans por montones, tal como hizo en la campaña electoral y tal como lo va perpetuando al paso de sus días al frente del oficialismo local.
Antes de emprender el viaje europeo, Calderón fue reconfortado por el decadente Bush. Un mandatario que termina su periodo entre el rechazo generalizado de los suyos. Un político incipiente, de poca monta que, sin duda, ocupará un triste lugar en la pequeña historia que le deparen los relatores de esa nación. Pero, sin embargo, Bush es un personaje ante el cual, Calderón y Fox, hacen genuflexiones instantáneas cuando de un telefonazo se trata. A los dos les prometió un acuerdo migratorio por venir. Los dos aventaron la toalla para congraciarse con Bush y mostrarla, sin pudor alguno, ante los mexicanos. Así de menor aparece la narrativa de los dos panistas, por ahora centrales en la vida organizada del país. Ambos, también, ofreciendo el petróleo y el moro a quien los quiera escuchar. Aunque no sea de ellos ni puedan disponer de tal recurso, sino en la cienmillonésima parte que les corresponde como ciudadanos.
Los eslogans usados por Calderón en su gira europea, y no sólo en Davos, son de llamar a risa. Usa y desusa el fantasmagórico estudio del banco de inversión Godlman Sachs (Wall Street), donde se afirma que, para el año 2040, la mexicana será la quinta economía del mundo. Aunque por ningún lado aparezca la menor seña de un sistema educativo que pueda, para ese entonces, sostener a tan señera economía. Un santo año del señor en el cual, por cierto, muchos de los que ahora vagamos por este país ahorcado por el precio de las tortillas, estaremos momificados. Pero a don Felipe tal hallazgo le da pábulo para presentarse como el paladín del futuro. Así, Calderón interpreta el dictado de las urnas mexicanas como la fortificación de sí mismo, donde lo escogieron (a él) por demócrata, (él), como conductor de políticas públicas responsables, (él) como continuador del mandato indiscutible del mercado. Un rosario de cualidades frente a otros terribles sudamericanos, vociferantes de las nacionalizaciones, de las expropiaciones, de las inseguridades para los inversionistas trasnacionales. Calderón delata, tal como lo ha hecho durante su paso por la escena pública, un maniqueísmo ramplón que erige contrapartes imbéciles frente a las cuales diferenciarse con pretendida limpieza.
Los inversionistas de gran calado serán, según repetida cantaleta, agentes apreciados (por él y por todos los mexicanos) para que vengan a este reino de las seguridades inmanentes. Calderón despliega, en su primera gira europea, una extraña manera de hacer política exterior. Una diplomacia que requiere condenar a otros para lograr, por diferencias, su cometido. Y son precisamente los que describe como líderes eternizados que aplican políticas nacionalizadotas, y cierran sus economías (?), las referencias de las que México se debe alejar.
Calderón, en un exceso de dura transparencia, precisa nombres propios y países (Bolivia, Venezuela, Argentina) que ejemplifican sus dichos. Cava así su tumba latinoamericana, una región donde México se ve, tal y como parece ser, aliado a los americanos y de espalda a Sudamérica. Calderón se entrega, de lleno, a la rústica manera de su antecesor, en manos de los republicanos del norte. Por cierto una especie en claro rumbo al destierro del olimpo del poder global. Y ésta fue la primera gira de gran aliento del presidente oficial, ya vendrán otras más.
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