Luis Linares Zapata
No hay paradigma que resista un golpe de realidad en sentido contrario. Máxime cuando esta realidad se entremezcla con la dieta básica y la cultura culinaria de los mexicanos. La versión librecambista que postula las ventajas comparativas y los precios competitivos como horizontes insuperables de la productividad antes que todo y a pesar de todo ha encontrado, en México, en estos aciagos días de inicio sexenal, un obstáculo insalvable. El precio del kilo de tortilla, el principal derivado del maíz, se ha ido a los cielos, dejando en la orfandad presupuestal a millones de consumidores nacionales. El traspié, por cierto inesperado para el gobierno a pesar de venirse gestando largo tiempo, ha causado estupor entre los encargados de dar una respuesta creíble y funcional a los furiosos agraviados que, para este fin, somos la abrumadora mayoría de los ciudadanos.
El problema de los precios internacionales del maíz no es nuevo y está atado a usos diversos del grano. Usos de los que, por imposible que parezca, México está por completo ausente.
Desde 1988 en Estados Unidos empezó la transformación para combustibles. Las grandes petroleras estadunidenses perdieron un juicio en tribunales. De ahí en adelante se les obligó a emplear 30 por ciento de etanol como un componente de sus carburantes. Para 2005 ya se empleaban con este propósito 35 millones de toneladas de maíz, casi la totalidad del consumo mexicano. En los próximos tres años se espera que lleguen a usar 50 millones de toneladas para el etanol. Tendencia parecida siguen países como Canadá, Argentina, Uruguay, sur de Asia, norte de Europa o España, los cuales subsidian el etanol con enormes cantidades de recursos.
Lo que sigue obliga, por tanto, a una reformulación sustantiva de la conseja, convertida en política pública por los tres últimos y sucesivos gobiernos neoliberales que dicta, como necesaria, indispensable y hasta conveniente, la importación del maíz de Estados Unidos. Había que adquirir el producto donde fuera más barato, más abundante, de mejor calidad, para beneficiarse, inclusive, de los enormes subsidios que a sus agricultores dan los contribuyentes estadunidenses. El colofón de tan filoso razonamiento apuntó, claro está, hacia el cambio de cultivo por parte de los campesinos mexicanos, incapaces de superar los precios del maíz gringo.
Con esta ineludible línea en mente, los funcionarios del priísmo tardío y sus seguidores panistas llevaron hasta extremos inverosímiles la consigna. Fueron abriendo las fronteras a las importaciones de maíz de manera sostenida y feroz, al tiempo que desmantelaban todos y cada uno de los resortes y mecanismos que tendían una red protectora a los productores internos. Abandonaron a su suerte a los milperos, ejidatarios, a los pequeños productores y hasta a las grandes empresas del noroeste y centro del país. Estas últimas regiones, por las mejores condiciones de suelos, financiamiento, tecnología, organización empresarial y demás, se pudieron defender mejor y han continuado en la necia tarea de cultivar tan sabroso grano.
Todavía hace poco tiempo, el que fuera calificado por un presidente viajero y locuaz como "el mejor secretario de agricultura del país", cuyo nombre se va evaporando en las tinieblas, aconsejaba a los campesinos mexicanos cambiar de cultivo. Los instaba a que abandonaran el maíz. Podían dedicarse, como él, al rábano, la chirimoya, la fresa o el brócoli, cultivos rentables que se venden bien en el extranjero. Afortunadamente no le hicieron mucho caso de manera voluntaria. Pero muchos, en especial aquellos situados en los puntos más débiles de la cadena productiva, se vieron forzados a dejar sus tierras, ejidos, parcelas, milpas, cooperativas, para irse al extranjero, de peones a la construcción y a poblar las zonas deprimidas de las ciudades en búsqueda de un horizonte que, casi por necedad, se les cierra cada día.
En este intervalo que va de la firma del Tratado de Libre Comercio al inicio de 2007, se han comprado millones de toneladas por año a Estados Unidos. Una tercera parte del consumo nacional se trae de fuera para llenar el estómago de los consumidores de tortilla y las arcas de los importadores, bodegueros y demás intermediarios. Diez mil millones de dólares sólo en 2006 enviados fuera. Una de las causas por la cual se ha disparado el déficit comercial de México con el resto del mundo. Fenómeno que se compensa con las divisas petroleras que sirven para eso y otros lujos adicionales que se imponen al mercado interno.
El consistente incremento de los precios internacionales del maíz no cupo en las previsiones de los fanáticos del libre mercado y las consecuencias de sus imprevisiones ahora golpean con crudeza a los atónitos consumidores nacionales. Y lo grave es que el panorama futuro será menos alentador debido al uso intensivo que se está dando al maíz como bioenergético.
Ya nada podrá seguir por el mismo sendero, tal como habían entrevisto las tranquilas autoridades del gobierno de Calderón. El precio de las tortillas se disparó y, con él, empezaron a chirriar todos los demás engranes de la cadena que esta detrás de este comodín de la mesa y el paladar de los mexicanos. Hay urgencia de replantear un concepto básico de la vida organizada si es que se quiere llevarla en paz: la seguridad alimentaria. Voltear la vista hacia las condiciones en las que se ha dejado a los campesinos mexicanos y alentarlos, por todos los medios al alcance del Estado, para que hagan lo que tercamente han deseado y podido hacer: trabajar la tierra y recibir por ello una justa retribución. Para ello también hay que suspender los privilegios otorgados a empresas que, de nueva cuenta, han dado pruebas de sus desmedidas ambiciones al intermediar, para mal, con un bien apreciado por todos.
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