Editorial
Los caminos de la muerte
Son fenómenos sin conexión evidente: la carnicería que se desarrolla, imparable y creciente, en Irak, y que ayer cobró dos centenares de víctimas; la descontrolada violencia vinculada al narcotráfico que sacude a México y que llega a colmos como las mortíferas balaceras ocurridas ayer en el Hospital General de Tijuana y las matanzas recurrentes en centros de enseñanza de Estados Unidos, como la acontecida el lunes pasado en la Universidad Tecnológica de Virginia. Pero esas realidades de destrucción y muerte están relacionadas por un factor común: son, en los tres casos, producto de decisiones y estrategias del gobierno del país vecino.
La masacre cotidiana que tiene lugar en el territorio iraquí es consecuencia directa de la determinación del presidente George W. Bush de invadir y ocupar, a contrapelo de la legalidad internacional, de las consideraciones humanitarias más elementales y del sentido común, la nación árabe. Ahora, la ocupación militar angloestadunidense es el factor central y principal de la violencia que se abate sobre Irak.
La mortandad generada en América Latina por la guerra contra las drogas es, por su parte, resultado de una estrategia equivocada e hipócrita impuesta por Washington a los otros gobiernos del continente: la prohibición de las sustancias sicotrópicas y la ilegalización de su producción, de su comercio y hasta de su consumo. Al crear de esta manera las condiciones para el desmesurado enriquecimiento de los narcotraficantes, los gobernantes trasladaron el problema de las adicciones del ámbito de la salud pública al policial, militar y de seguridad nacional, y engendraron un monstruo que ahora exhibe un poder económico casi ilimitado, capacidad para corromper funcionarios de todos los niveles y un poder de fuego al menos equiparable al de las instituciones de seguridad pública.
Por lo que hace a los estallidos de violencia individual que cíclicamente estremecen a la sociedad estadunidense -como la matanza perpetrada el lunes en Virginia por un inmigrante surcoreano desequilibrado, que semanas antes compró sin ningún problema una pistola automática y centenares de cartuchos para asesinar a 32 personas- tienen como factor inocultable la desmesurada proliferación de armas de fuego en manos de la población. No debe pasar inadvertido el hecho de que la principal promotora del armamentismo civil, la Asociación Nacional del Rifle, es una organización ultraconservadora estrechamente vinculada al gobernante Partido Republicano. Ha de considerarse, asimismo, que la actual administración permitió que quedaran sin efecto algunas mínimas disposiciones de control adoptadas en tiempos de Bill Clinton para evitar la venta indiscriminada de armas de alto poder.
Las claves para detener toda esta violencia -la de la guerra colonial, la del narcotráfico y la de los homicidios masivos en territorio estadunidense- están en manos de la clase política de Washington. A estas alturas, es claro que la primera condición para detener las atrocidades cotidianas que las fuerzas ocupantes cometen contra la población civil, las sangrientas confrontaciones entre bandos locales, las bajas de las tropas angloestadunidenses y la creciente desintegración del tejido social iraquí, consiste en el inmediato retiro de Irak de las fuerzas ocupantes.
En cuanto a la guerra contra las drogas, la solución está en la historia misma de Estados Unidos: la adopción de la llamada ley seca que prohibía la fabricación y el comercio de bebidas alcohólicas no eliminó ni redujo el alcoholismo, pero generó un mercado negro cuyos operadores desafiaron al Estado durante más de una década y sumieron al país en una ola de violencia delictiva que no pudo ser desactivada más que con la derogación y la despenalización de las bebidas embriagantes. En el continente es tiempo de recuperar la sensatez y reconocer que los problemas de salud pública no pueden ser resueltos por el ejército ni por la policía, y que el combate a las adicciones requiere de estrategias médicas y sociales distintas a la prohibición de las sustancias adictivas.
Por lo pronto, los caminos de la muerte -la guerra en Irak, el combate a las drogas y los cruentos tiroteos en Estados Unidos- tienen algo en común: parten de la Casa Blanca y del Capitolio.
En síntesis, la solución se reduce a que cada individuo y cada sociedad sean libres y responsables de su destino. Todo acto que impone sobre otros el control sobre sus vidas deriva en hechos sangrientos. Dejad que cada quien tenga el régimen que le corresponde como producto de sus acciones, y que cada quien haga con su vida lo que quiera, lo cual como muchas veces, nuevamente nos remite a Benito Juárez: "Entre los individuos como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz".
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