ENTREVISTA A JAIME VARGASLUNA Y JIMENA RAMOS, EDITORES CARTONEROS
IGOR DEL BARRIO
Desde la creación de la primera editorial comunitaria cartonera en Buenos Aires, estas iniciativas sociales se están multiplicando por toda América Latina.
Eloísa Cartonera, en el barrio de la Boca, vio la luz entre textos callejeros y hojas fotocopiadas. En el taller se trabaja un cartón que es previamente comprado a un precio cinco veces más alto que el precio de mercado a los cartoneros en la calle...
LOS EDITORES cartoneros durante su encuentro con DIAGONAL./Erika Gasparini
Y los mismos chicos que recogen y seleccionan el cartón son quienes trabajan en las labores de cortar y pintar las portadas, dando así lugar a objetos artesanales cuyo latente corazón desafía a las modernísimas técnicas de la industria editorial de hoy. Esta ingeniosa forma de resistencia cultural que abre una ventana a la marginación social de tantos núcleos de población latinoamericanos se ha ido extendiendo dando lugar a diversas experiencias en los últimos años.
Jaime Vargasluna, del proyecto Sarita Cartonera (Perú), nos cuenta: “Sarita Cartonera nació en febrero de 2004, inspirado en Eloísa Cartonera, que es el proyecto fundador. Supimos de lo que hacían, nos pusimos en contacto con ellos y comenzamos a trabajar. En principio la idea era hacer una Eloísa Cartonera en el Perú, pero por problemas burocráticos, exportación y demás trabas legales decidimos emprender un camino autónomo”. Jaime nos explica que el proyecto toma su nombre de “Sarita Colonia”, una mujer de la periferia de quien circularon leyendas en vida, y a su prematura muerte fue enterrada en el cementerio para pobres del Callao, donde los nadies comenzaron una particular peregrinación para pedirle cosas, terminando por convertirla en la santa de las prostitutas, de los delincuentes, de los presos... “Tuvimos claro desde el principio que el proyecto estaría vinculado a lo popular, y Sarita es un icono popular clarísimo”. En Sarita “somos tres personas; las tres hemos estudiado Literatura, y aunque nació de nuestro compromiso con la literatura latinoamericana, hemos ido incorporando autores no necesariamente regionales. Primero fuimos desarrollando el tema literario, después el tema estético, incorporando a varios artistas plásticos, y ahora queremos desarrollar el tema del reciclaje incluyendo también ambientalistas en el proyecto”.
Jimena Ramos es la editora de Animita Cartonera, en Santiago de Chile: “Nosotras nos presentamos a finales del año pasado, aunque llevábamos un año y medio trabajando en el proyecto. Conocimos a Eloísa desde un grupo de la universidad, nos encantó la idea y fuimos a hablar con Washington Cucurto (uno de los fundadores de Eloísa) a Buenos Aires. Tratamos de hacer libros objeto, con la misma filosofía de recuperar el cartón. Trabajamos en un centro cultural, con las puertas abiertas a la participación popular. El taller está abierto todos los días. Nos visita una niña, Carol, de una familia muy humilde, que hace verdaderas obras de arte con los libros... Somos un equipo de tres mujeres: una se encarga del área socialeducacional, otra es la gestora, y yo, la editora. De aquí a julio queremos publicar quince títulos más”. Jimena nos explica qué es eso de la “animita”: “Es una casita pequeña que se pone con flores en el lugar donde alguien muere de una forma injusta que nunca debió ocurrir. Cuando esto sucede, el alma está en pena, esa casita ayuda al alma en tránsito para ir al cielo o al lugar donde le corresponda. Hay muchas en los caminos rurales. Las hacen los familiares con cemento, pintadas en morado, y suele ir una mujer a cuidar la flor y cambiar la vela de la animita”. El icono de esa casita es también el logo de la editorial, cuyo catálogo crece a un ritmo vertiginoso: trabajan tanto con autores actuales (que les ceden sus derechos) como “rescatados, los que no fueron en su día leídos con justicia”. Pero lo más destacado de Animita Cartonera es la línea infantil. “En Chile no hay mucho libro infantil. No llegan, y los que llegan, son muy caros”. Los niños participan a la vez como lectores y como creadores de los libros, pintándolos con sus manos.
Sarita Cartonera tiene 31 títulos en la calle. Los últimos en salir, una antología de relatos contados por niños, basada en las investigaciones sobre la tradición oral peruana: “Agrupamos todas esas voces, y ellas mismas terminan armando una historia con todo”, nos dice Jaime.
Asumen un modo de funcionar muy inteligente: “Nosotros fabricamos libros para un reparto inicial en librerías y luego vamos imprimiendo bajo demanda. En realidad podríamos hacer muchos más títulos al año. No lo hacíamos por un tema de prensa, pero este año nos vamos a lanzar a eso”. La impresión de las tripas, dependiendo de las leyes de cada país, se realiza bien desde una impresora láser o bien en fotocopiadora, notablemente más barato. Luego las hojas son grapadas y pegadas al cartón, aunque algunos libros se encuadernan utilizando tela, a la manera más tradicional.
Una celebración de la solidaridad
Tania Silva (de Sarita) sentencia: “La historia que hay detrás de cada librito cartonero es una celebración de la solidaridad”. Al fin y al cabo, este arte reconvierte en cultura lo que para la vida cotidiana es basura, y convierte al cartonero en artesano y al libro en herramienta de transformación social. Para Jaime, estas aventuras son “proyectos generadores de proyectos”, y lo que más fascina de los mismos es “su capacidad de dar a luz consecuencias imprevisibles”.
Pero, evidentemente, no todo es hermoso en este hermoso viaje: los recicladores de cartón viven en un medio hostil, en un mundo bajo una situación de conflicto fuerte y constante, y en ocasiones trasladan ese conflicto al taller, lo que genera un debate muy fuerte entre los voluntarios del proyecto sobre los límites que separan la revuelta social del paternalismo. El grupo que trabaja en el taller de Sarita Cartonera pasó a ser formado por familiares de los cartoneros, y actualmente son un grupo estable compuesto por miembros de dos extensas familias.
Nos dicen que la gestión de estos proyectos es muy desgastante emocionalmente. A veces les visita la desmoralización propia de los trabajos invisibilizados y nunca remunerados, de larguísimas horas de trabajo y dedicación plena... y donde el mejor antídoto para mantener vivo el proyecto cooperativo es basarse en cuidar y fortalecer las relaciones personales y los afectos entre las personas que lo comparten.
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