Gustavo Iruegas
La paciencia nacional no es infinita, pero es mucha. Dura un siglo. Al acercarse la celebración del segundo centenario de la existencia de México como Estado, produce más satisfacción que alarma ver que la reserva de paciencia de los mexicanos se consume más rápido que las reservas probadas en los veneros del petróleo. No son pocos quienes consideran que, ante la desmedida voracidad de la oligarquía y de su gobierno de facto, ya es necesario que el pueblo tome medidas más enérgicas para someterlos. Se reconoce, sin embargo, que el día primero de diciembre las cosas estaban encaminadas a una masacre sin precedente en la historia de México. Se habían aprestado las instituciones armadas contra el pueblo enardecido, pero inerme. No se sugiere la lucha armada ni se hacen planteamientos desmesurados, pero se insiste en la necesidad de ir más lejos en la movilización popular. ¿Cómo y cuánto?, es la pregunta implícita.
Es consustancial a los movimientos populares -máxime a los revolucionarios- tener las probabilidades en contra y el tiempo a favor. Por lo general la preparación ha tomado unos diez años. No diez años de organización secreta y estática, sino diez años de preparación política y de confrontación con los aparatos represivos previos al inicio de la insurrección o de la guerra popular abierta. Después sigue la lucha armada, de cuya duración hay ejemplos que van de los diez días al medio siglo. Los movimientos revolucionarios latinoamericanos de los pasados 50 años, los posteriores a la revolución cubana, experimentaron todas las variables conocidas de la lucha popular: se puso en práctica la tesis del foco guerrillero rural, por contrapartida se intentó la guerrilla urbana, la guerra popular prolongada, la estrategia insurreccional, las zonas liberadas y varias modalidades intermedias. Unos más cruentos que otros, los movimientos revolucionarios más exitosos han sido los que lograron constituirse como un partido político, con un brazo armado y una organización de masas. Ese es el modelo que requiere diez años de preparación y diez años de lucha, aunque no garantiza el triunfo.
En la actualidad latinoamericana avanza la izquierda, más por las victorias electorales de partidos progresistas (Argentina, Brasil, Chile, Uruguay) que por movimientos revolucionarios triunfantes. En Venezuela y Bolivia prosperan movimientos populares que han alcanzado el poder por la vía electoral y desde ahí intentan construir regímenes revolucionarios enfrentando a las oligarquías nacionales y al imperialismo. Ecuador ofrece grandes esperanzas que aún están por cumplirse. En Nicaragua regresó el partido, pero no la revolución. Aun así, el único movimiento revolucionario triunfante y en el poder es el cubano.
Porque no cabe en ninguno de los esquemas anteriores, el caso mexicano es excepcional. Resistiendo a un gobierno adulterino y procaz, que tiene su leitmotiv en la corrupción, que sirve a una oligarquía asociada a intereses extranjeros, esta lucha es singular: el objetivo es construir una nueva República basada en la ética, la democracia y la justicia; el método es el de la resistencia pacífica; activa, tenaz, intransigente; los instrumentos de lucha -la información, la opinión, la gestión, la administración y la oposición- son también los campos en disputa. Pero la movilización popular es el arma por excelencia de los movimientos de resistencia.
En cuanto a la información y la opinión, la oligarquía y la resistencia popular se han trenzado en una pugna desigual en la que los medios de comunicación lanzan sobre la población un torrente de propaganda política y comercial trastocada y falaz. La respuesta está en los escasos medios propios, modernos y tradicionales y, sobre todo, en la capacidad comunicativa de las masas entre sí, que ya en varias ocasiones ha superado a los monopolios. En la gestión y la administración se entabla la emulación entre la oligarquía y del pueblo. Ellos tienen los más; el pueblo, los mejores. La oposición se ejerce en el Congreso, donde la causa popular queda en minoría ante el partido de la derecha y los que venden sus votos. Ahí la lucha nos lleva más que a los triunfos legislativos a la denuncia de los aviesos proyectos elitistas, y a la fijación de posiciones y el despliegue de los proyectos populares. Aun así, tan señaladas como celebradas han sido las valientes actuaciones de los legisladores progresistas que han dado al traste con el ceremonial corrompido por la ilegitimidad.
La movilización popular, que es el más poderoso instrumento de la resistencia pacífica, encierra diversas líneas de actuación: Las marchas de protesta sirven para demostrar la unidad en el rechazo; las concentraciones atestiguan la capacidad de convocatoria, facilitan la arenga, propician la consigna y alimentan el espíritu de lucha; los plantones obligan a la autoridad y a la oligarquía a reconocer la existencia y soportar la presencia de los resistentes; la interrupción de vías de comunicación exacerba el enojo de las autoridad y de las elites; la ocupación de espacios públicos y de locales sedes de autoridades espurias interrumpe el despacho corriente de los asuntos y demerita el desempeño de quienes detentan la autoridad; el cierre de aduanas, aeropuertos, refinerías, pozos petroleros, secretarías de Estado, juzgados y otros sitios de esa clase impiden, en la práctica, el ejercicio del gobierno. Hay otras muchas formas de resistencia, todas pacíficas, muchas en el borde de la ley, pero dentro de sus márgenes. La imaginación es el límite. Lo que no es permisible es hacer de comparsas de la oligarquía posponiendo la lucha hasta estar listos para combatir con las armas a las tropas que son parte del pueblo. Se debe combatir con las armas propias, que son también las más poderosas: la razón, la verdad, la ética, la presencia y la intransigencia. No hay tiempo para perder. No hay tiempo para las armas.
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