(El día 3 de mayo está dedicado a los que construyen nuestras casas)
A las 10 de la mañana Irene Machuca llega a su amplia y cómoda oficina desde la que se puede ver, por un enorme ventanal, una envidiable perspectiva de la ciudad. Deja su bolso y su portafolios sobre la tersa llanura de su escritorio. Se sienta y oprime el botón intersecretarial de su conmutador.
Ella está a cargo de la gerencia de una poderosa compañía llamada Pidireghost y goza, of course, de todas las prerrogativas inherentes a sus altas funciones; ya se sabe: unos emolumentos lo bastante cuantiosos para llevar una vida plena de satisfacciones; una casa magnífica; viajes al extranjero, tres veces al año por lo menos; vestuario adecuado a su estatus social; seguro médico garantizado en los mejores nosocomios de Estados Unidos; auto lujoso y chofer a la puerta; abundante, buena y, tal vez sana, alimentación: escuela bilingüe para sus dos hijos en los planteles más acreditados del país y del extranjero, etcétera, etcétera.
A su llamado entra en la oficina una secretaria como debe ser: bien vestida y dispuesta a lo que su jefa, la Senec, como le apodan todos los empleados, ordene.
Irene Machuca se precia de tratar bien, muy bien a su personal. Para empezar, a todos tutea y de vez en cuando los invita a comer. Hoy no, porque Irene tiene un invitado especial a su casa. Así que pide a Elena, la secretaria, que le lleve una taza de café y que la comunique con Domitila, su cocinera.
Cuando Domy, como la llama Irene, contesta, le dice que tome nota del menú, de lo que tiene que cocinar para el almuerzo al que está invitado un importante funcionario del gobierno federal: soufflé de ostiones, como entrada; crema de almendras; robalo a la Grand Marnier; medallones de ternera Rossini; ensalada Nilo y, para el postre, una simple créme brûlée. Le recordó que había que poner en la mesa el mantel de lino de Holanda; cuchillería y cristalería ya sabía cuál y cómo pues Domy estaba bien entrenada. (Domy era el apodo cariñoso de Domitila, no de Domada, no olvidar).
Una vez que terminó de ordenar a Domitila lo que tenía que hacer, se dispuso a trabajar: llamadas a tres o cuatro empresarios y a algunos publicistas; entrevistas para la televisión; conferencia de larga distancia con su jefe que viajaba por Arabia Saudita, etc.
Poco antes de la una de la tarde, dio por concluida su tarea debido a la premura a la que le obligaba el invitado ilustre. Con su bolso y portafolios en la mano, tomó el elevador y después de salir del edificio, se encontró frente a un extenso prado verde donde aún brillaba la luz azul de las jacarandas.
Irene tenía que caminar algunos metros hasta el asfalto donde le esperaba Maciel con la puerta abierta de su auto. Antes de llegar a éste, vio a su izquierda a un grupo de hombres sentados, echados sobre la hierba; eran los albañiles que trabajaban en la ampliación y “remodelación” del auditorio. La una de la tarde era el momento en el que estas gentes acostumbraban iniciar su almuerzo.
A Irene le vino inmediatamente a la memoria el cuadro de Manet “Desayuno en la hierba”, pues los albañiles parecían estar en pleno goce de sus viandas en el verde y fresco ambiente arbolado. Sin embargo, asaz rápido, desechó tal pensamiento ya que no había punto de comparación excepto el paisaje.
¿Qué estarían comiendo? Vio en el centro del grupo un cerro de tortillas y le llegó el olor de algún guiso extraño de sardinas con frijoles. Su alma compasiva lamentó que hubiera tantos que no podían disponer de una comida como debe ser, sino sólo de tacos de sardinas con frijoles.
Pero, bueno, se dijo, los albañiles tienen su día, el 3 de mayo, día también de la Santa Cruz y entonces les va más que bien. El contratista, o el arquitecto, o el dueño de lo que están construyendo les gratifica con una comida inusual: arroz a la jardinera, mole con pollo, carnitas, tal vez hasta barbacoa y cerveza a granel.
Ya satisfecha su conciencia, Irene prosiguió hasta abordar su auto y en el trayecto a su casa dedicó su pensamiento al inminente almuerzo con el funcionario invitado.
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