Marcos Roitman Rosenman
Una paradoja recorre España: en estas elecciones todos ganan, nadie sale derrotado. La mayoría de los partidos políticos se han acostumbrado a construir sus discursos antes, durante y después de los resultados, buscando ajustar las palabras a sus intereses en detrimento de una explicación del qué y el cómo se desarrolla el proceso electoral. La mezquindad asoma por todos los poros, pudriendo la crítica política. Parece ser que en estas elecciones municipales y autonómicas sólo se hubiesen presentado dos partidos: el Partido Popular (PP) y el PSOE. Los otros no figuran o lo hacen como invitados de piedra, retales sin importancia. La manzana de la discordia, como siempre, ha sido la izquierda abertzale, acudiendo bajo siglas prestadas en el País Vasco. Así, más de mil partidos y asociaciones de ciudadanos son ensombrecidos por las siglas mayoritarias de un bipartidismo engañador en este tipo de elecciones. Sobre todo en pueblos de 50 o 100 habitantes, donde las relaciones personales están por encima de los partidos tradicionales. Pero aun Izquierda Unida, el bloque gallego y tantos otros partidos que lograrán alcaldías y ediles apenas concitan el interés de los medios de comunicación. No existen. Al plantearse en forma bipolar el problema queda desfigurado o, mejor dicho, el análisis no tiene ninguna lógica.
Para comenzar, el gran perdedor es la ciudadanía política, entendida como expresión de responsabilidad ética frente a la acción de participar en el proceso de toma de decisiones. De 37 millones de votantes, 17 millones y medio decidieron abstenerse. Para comprender su significado real, un ejemplo. Pensemos en una invitación a cenar con 20 comensales, descuente a los dueños de casa, es decir, la pareja. Usted invitó 18 y le asisten nueve. ¡Vaya triunfo! Comida tirada, sillas vacías, caras largas, gastos en preparación y protocolo: un fracaso rotundo. En otras palabras, una abstención de más de 40 por ciento. Pero como en las urnas no se realiza esta comparación, siempre ganan todos. Los dueños de casa, el Estado, podrá decir que la cena fue un éxito: quienes asistieron escucharon buenos chistes, pudieron comer cantidad, estaban menos apretujados entre silla y silla, y los anfitriones bailaron la danza de los siete velos, todo un detalle. Para justificar la inasistencia se esgrimen excusas: era una cena; es de noche, se podían perder y no sabían cómo llegar. Otros, en cambio, alegan no conocer el menú y por último ser alérgicos al pan. Con ello se resuelve el problema. Los unos y los otros tranquilizan su moral corrupta.
Volviendo a nuestro problema. Al ser éstas las primeras elecciones de carácter general, tras las habidas en 2004, el PP presentó la campaña como una disyuntiva: España se rompe, la política de diálogo y negociación con ETA es un fracaso y Zapatero lleva al país al desastre. La derecha debe volver a gobernar. Desde su cuartel general tocaba zafarrancho y se movilizó toda su tropa. Debía ganar las elecciones. Ello significaba no sólo tener más presidentes autonómicos y lograr más alcaldes y ediles, sino mostrar su fuerza. Toda la campaña se presentó como unas primarias y un plebiscito a la política del gobierno, lo cual no supone que lo fueran, ni que debieran considerarse como tales, aunque en la mente calenturienta de sus dirigentes sí lo presupusieron. Por ello, subrayaron que los votos no depositados a su partido constituían un apoyo al terrorismo de ETA. Bajo esta dinámica, transformó unas elecciones locales y autonómicas, donde se debaten problemas de corrupción, administración de servicios, recalificación de terrenos, impuestos, mejoramientos de infraestructuras, transporte, mejoramiento urbano, en un diálogo de sordos. Su problema era y es derribar el gobierno.
Pero los problemas de la ciudadanía fueron y son otros. Su discurso no tuvo eco. Los votantes despreciaron la voz de la derecha, empeñada en demostrar la debilidad institucional y la ilegitimidad de la gobernanza del partido socialista. Aun así, para salir del atolladero, se refugian en los resultados. Ganamos, tenemos 200 mil votos mas. En términos absolutos es cierto, han superado a nuestro adversario tradicional. Pero en estas elecciones hay muchos partidos y no se trataba de ganar al PSOE, sino de tener ayuntamientos y alcaldes. Esgrimir este mensaje es del género tonto. Les permite mantener una oposición pensando en recuperar el poder en 2008 y pensar en desbancar a Rodríguez Zapatero de La Moncloa. Sin embargo, no logra ganar más alcaldes ni ediles ni presidentes autónomos. En otras palabras: ¿cómo se ganan unas elecciones sin ampliar espacios de poder en el mapa político autonómico y local? En este sentido no hay lugar para triunfalismos. Es verdad, se asienta en Madrid, cuestión que requiere otro análisis. Pero la paradoja suma y sigue. ¿Ganó o perdió el PP? Para sus dirigentes son los triunfadores. Están exultantes, sus caras irradian el placer de la victoria y se sienten nuevamente los dueños del país. Lo significativo, para nosotros, es que sus discursos sólo tienen sentido para ellos y sus acólitos. Están en otro mundo.
La lectura del PSOE es de otra índole. Ganaron, dicen. Tienen más concejales, más alcaldes y podrán gobernar en coalición en más ciudades. Se produce un cambio en la dinámica de poder territorial y local. Su lógica funciona, supone un triunfo a los planteamientos partidarios. Es cierto, pierden en número de votos, pero, según las leyes electorales, ganan quienes tienen más diputados, más senadores, más ediles, más representantes en los ayuntamientos y las comunidades autónomas, y el partido socialista suma más que la derecha. No sólo mantiene, aumenta su poder en el ámbito geográfico. Su mea culpa, realizado por José Blanco, secretario de organización, se refiere al fracaso en la capital de Madrid, donde la derrota abultada le da el triunfo en número de votos absolutos al PP a nivel estatal. No cabe duda que los socialistas buscarán estirar este argumento hasta límites insospechados. Su lógica es aplastante, pero tiene fecha de caducidad. Las elecciones generales están cerca. Las coaliciones poselectorales definirán el contexto real donde habitan el PP y el PSOE. Las sorpresas caerán en Navarra, Canarias y Baleares.
La pérdida de centralidad de la política y la corrupción han deslegitimado una dinámica cada vez más lejos de ser considerada una democracia representativa. Los gobiernos locales y las comunidades autónomas tendrán alcaldes y presidentes nombrados con menos de 30 por ciento real de la población. Viva el sufragio universal.
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