Matteo Dean
Las recientes protestas organizadas y practicadas en ocasión de la cumbre del grupo de los ocho países más industrializados del planeta (G8) han dado muestra de algo distinto en el movimiento de protesta, según hemos visto a partir de 1999 en Seattle y luego en decenas de cumbres internacionales. Algo diferente y nuevo. Algo de lo cual convendrá hablar en el futuro. Algo que quizás pueda ser el germen de un nuevo movimiento o, cuando menos, de una nueva forma de ser del movimiento en Europa.
Ante todo, es evidente la falta de un nombre que reconozca las nuevas identidades vistas en Alemania a principio de junio. Se ha definido no global el movimiento que se consideró concluido con las protestas de Génova. Se han definido altermundistas, en particular los que no sólo protestaban, sino aquellos que se reunían y estudiaban alternativas sustentables al (sub)desarrollo promovido por el capitalismo global. Hoy estas definiciones difícilmente se acoplan a la realidad observada en Alemania. Las razones son sencillas y muestran con claridad las nuevas complejidades y potencialidades de esa multitud que, por primera vez en la historia de este tipo de movilizaciones, pudo rodear y bloquear la cumbre del G8.
Las miles de personas que se reunieron en el norte de Alemania para protestar en contra del G8, esta vez no iban a platicar ni a dialogar: iban a protestar. Y lo hicieron. Paralelamente a las protestas fue organizada una cumbre alternativa que reunió varios centenares de personas. Sin menospreciar este dato, salta a la vista, sin embargo, que las decenas de miles que el primer día de protesta (2 de junio) marcharon por las calles de Rostock no iban a las reuniones y talleres, sino que andaban en la calle, gritando consignas y protestando. Es más, los enfrentamientos y choques entre manifestantes y policía, que duraron más de tres horas en la tarde de ese día, si bien tuvieron buena dosis de provocación por parte de la policía alemana no fueron un accidente, una casualidad. Los casi 100 mil de esa marcha no escaparon, no se retiraron, no se fueron. Cuando empezaron los enfrentamientos, todos estaban ahí y todos resistieron y atacaron. El diálogo está en el movimiento, entre sus componentes. Este movimiento no quiso y no quiere dialogar con el G8: simplemente lo atacó.
El movimiento de Rostock demostró, además, gran unidad de intenciones y de prácticas. A pesar de reunir grupos, organizaciones y colectivos de procedencias y perspectivas muy distintas -desde anarquistas hasta protestantes-, la multitud reunida en Alemania desde un principio acordó una agenda de protestas y supo llevarla a cabo con gran coherencia, resistiendo no sólo el cansancio y los actos en ocasiones no previstos, sino también la presión generada por la prensa alemana y la represión gubernamental.
Los enfrentamientos del 2 de junio fueron sólo un episodio de la semana de movilizaciones; no obstante, medios de prensa y autoridades se empeñaron en aprovechar los actos para criminalizar al movimiento, mancharlo y acusarlo de violento y, por ende, tratar de dividirlo. La madurez del movimiento, sin embargo, impidió su desmoronamiento. A pesar de las desafortunadas declaraciones de los dirigentes de algunas de las organizaciones más moderadas en el panorama de la protestas, la gran mayoría de la gente -inclusive la base de dichas organizaciones- sin evadir el debate interno supo mantener la unidad suficiente para llegar al último día con mayor fuerza. Si las prácticas no se comparten, simplemente no se practican, pero nadie se hace a un lado, nadie se disocia.
La mayor novedad de este movimiento, que cada día parece más una nueva fase en contra de la globalización neoliberal en Europa, está determinada por la composición de esta multitud y la actitud mantenida durante más de una semana. Por un lado, hay que subrayar la mayoritaria presencia de jóvenes, organizados y no, que animaron las protestas. Una generación entera de jóvenes entre los 20 y 30 años compuso el movimiento de Rostock, le dio vida y contundencia lanzando piedras a la policía, marchando por los campos de trigo y bosques, organizando asambleas, festejando, resistiendo, comunicando. Una generación de jóvenes que hoy salen de sus países y atraviesan Europa, construyendo esa Europa unida desde abajo, que arriba aún no han podido entender.
Por el otro lado, resalta la actitud de estos jóvenes. Indignación por la presencia del G8 en tierra alemana y determinación en la acción y práctica cotidiana fueron las facetas de un deseo compartido que tenía un objetivo claro: hacer del capitalismo historia. Las protestas no fueron sólo un acto simbólico, sino muestra concreta de la construcción cotidiana de una comunidad rebelde e incompatible. Era suficiente observar cómo los muchachos se movían en las calles, cómo organizaban la vida diaria en los campamentos, cómo gestionaron los cientos de canales de comunicación previamente construidos, cómo se relacionaban entre sí con idiomas y culturas distintas. Un movimiento con mil caras capaces de dialogar, construir y actuar en común. Una potencia que en Rostock se mostró y ganó esta batalla. Golpeó cuando había que golpear. Fue creativo cuando había que ser creativo. Y al final pudo gritar: We are winning.
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