Luis Linares Zapata
La ley Televisa fue, hasta antes del serio retoque que le infligió la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), un producto de refinada y majestuosa ilegalidad. La impaciencia autoritaria del duopolio televisivo consiguió, a paso redoblado, con la aquiescencia cómplice del Ejecutivo federal de ese momento (el rencoroso ranchero de Guanajuato y su maniobrera consorte), elevado número de canonjías, muchas de las cuales todavía están a disposición y disfrute de los medios concesionados. A tales prerrogativas se encadenaron, con la fuerza del hecho consumado, abusos cotidianos adicionales que, para estupor de muchos y quebranto de la vida democrática, fueron elevados a la categoría de ley escrita y publicada. Las malformaciones del accionar político-legislativo dieron, así, acabada forma a las connivencias malsanas entre el poder público y los negocios privados de la industria de comunicación concesionada.
La subordinación de los diputados y de casi todos los senadores de la pasada legislatura (la mayoría) no se coaguló de repente. La fueron labrando años de favores recíprocos, primero semiocultos, después expuestos sin recato. Las ambiciones personales de numerosos políticos, los trasiegos de negociantes sin escrúpulos ni llenadera, así como las traiciones que legisladores y funcionarios públicos han perpetrado contra electores y el pueblo en general, pusieron las sólidas bases para el diseño final de la famosa y cuestionada ley que lleva, y así se recordará, el nombre de una cadena televisora, la más grande, la más favorecida, la real autora de su ignominioso clausulado.
Pero todo ese complejo de interrelaciones que la SCJN puso al descubierto continúa lastrando los esfuerzos de muchos otros por modernizar al país y hacerlo menos injusto. Es necesario recordar que todavía están activos no sólo los actores del infeliz episodio, sino los ordenamientos y prácticas de base que lo hacen factible. La costumbre de usar los medios para la promoción de la obra pública y el "deslumbrante" accionar de políticos siguen su racha ascendente en gasto e intensidad difusiva. Las inversiones en imagen de aspirantes, o consagrados candidatos, siguen tragándose enormes y crecientes presupuestos fiscales a través de sus respectivos partidos. La intervención de instituciones, empresas o grupos de presión para defender posturas o desprestigiar rivales puede verse en las pantallas o escucharse en el cuadrante radiofónico con una familiaridad que raya en lo grotesco. Los pastores y guías de los partidos que intervinieron en la negociación y forzaron el convenenciero diseño de la ley todavía trasiegan en oficinas con amplísimas facultades. Los promotores y agentes incrustados en diversas fracciones parlamentarias del Congreso están a la espera de cualquier iniciativa para abalanzarse sobre ella hasta congelarla si sospechan que contraría los intereses o simples gustos de sus jefes mayores.
No puede haber confianza en la inercia de cambio que generó la actitud de la SCJN con sus determinaciones. Tampoco se piense que los actores públicos procesarán, para bien de la sociedad, las razones que para ello esgrimieron los magistrados. Las sanas intenciones de una importante fracción social tampoco serán determinantes para incidir en el proceso legislativo entrevisto. Sencillamente los masivos intereses establecidos conspiran contra los más altos propósitos reformistas. El señor Calderón, presidente oficial, no moverá un solo dedo de su corta mano para enviar la nueva iniciativa que ya se le solicita. Su personero y agente de otros tantos mandones, Luis Téllez, ya lo adelantó: la ley, tal como quedó, es funcional, aseveró, con sus medias razones y trampas acostumbradas. El estado de cosas actual favorece a Calderón en su trasteo con los medios electrónicos y con otros muchos interesados. Ahora él será quién otorgue favores, dirima la propiedad de contenidos, fije precio y temporalidad a concesiones o permita y regule la competencia. Un mundo inapreciable de capacidades a su disposición. Para los priístas de elite el terreno no es propicio para rectificaciones y, menos aún, para malquistarse con los medios lanzándose al ruedo de tal reforma, ésta sí estructural. Ir en pos de una nueva ley de radio y televisión que los obligaría a buscar, entre la gente de a pie (radio y teleaudiencias), votos y simpatías, queda descartado de antemano: la chusma no les gusta. Los poderes fácticos, reales conductores del proceso económico y de la política oficial, saben que, en la confusión y el olvido, la mesa quedará puesta para futuros agandalles en lo oscurito. Lo que resta por hacer es dejar pasar el tiempo, que las cosas se acomoden por sí mismas, que la normalidad y amnesia envuelvan con su manto el griterío de aquellos pocos que solicitan cambio, participación y justicia.
Para los agrupamientos de izquierda, sin embargo, resta cumplir con una obligación solidaria, de clase, modernizadora de la vida democrática, justiciera. Tienen que dar prueba de su entereza e imaginación programática y aliarse con las mayorías afectadas por un aparato de comunicación colectiva que les cierra horizontes y abusa de su paciencia y buena voluntad. Tienen, por consiguiente, que proponer y empujar la reforma esperada: una que intente remover las causas que hicieron posible la subordinación de legisladores obsecuentes y omisos. Una que sujete al gobierno en sus tres niveles y lo fuerce a ser celoso y austero con los recursos difusivos a su alcance. Una que les indique que no se les puede emplear para la promoción de imágenes, para el brillo inmerecido de titulares del Poder Ejecutivo o para torcer, con falsa información, la realidad imperante. Una, en fin, que los aleje de la competencia electoral. Los contenidos deben tocarse en esta iniciativa, tal y como lo asentó la SCJN cuando afirmó que los medios deben cumplir con el programa que los hizo concesionarios de un bien público.
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