lunes, julio 30, 2007

Cosecha de violencia

Editorial

A juzgar por hechos y cifras, la ofensiva gubernamental contra la delincuencia organizada y el abuso al recurrir a la fuerza del Estado, no ha tenido resultados positivos en la instauración del estado de derecho y la seguridad pública. Por el contrario, las ejecuciones y los combates entre grupos delictivos y fuerzas públicas son asunto cotidiano en el país, y la criminalidad hace gala de su gran poder económico. El pasado fin de semana, sin ir más lejos, fueron perpetrados en diversos puntos del territorio nacional más de una decena de homicidios con el sello característico del ajuste de cuentas entre mafias rivales; seis reclusos se fugaron del penal de Zitácuaro, al parecer con la complicidad del jefe de seguridad del reclusorio, y en Tamaulipas tuvo lugar un enfrentamiento entre miembros del Ejército y un grupo armado no identificado; el recuento oficial de la Secretaría de la Defensa Nacional -un presunto delincuente muerto y otros tres detenidos, además de la confiscación de tres vehículos, seis armas de fuego, más de mil cartuchos, una granada de fragmentación, chalecos antibalas y 50 mil dólares- permite formarse una idea de la magnitud del episodio. En una lógica diferente a la de las organizaciones dedicadas al narcotráfico, el Ejército Popular Revolucionario (EPR) rubricó su campaña en curso con un ataque a una cárcel en construcción en Chiapa de Corzo, en lo que constituye una demostración de cobertura territorial, luego de que hace dos semanas dinamitara ductos de Pemex en Guanajuato y Querétaro.

Así, mientras la administración calderonista porfía en enfrentar los problemas mediante la fuerza militar y policial, en diversos ámbitos y regiones del país se evidencia el resquebrajamiento de un principio básico de cualquier Estado, que es la atribución monopólica de la autoridad pública para ejercer la violencia y la coerción.

Para que ese principio resulte operativo se requiere, sin embargo, de un margen mínimo de gobernabilidad, proporcionado a su vez por consensos nacionales y pactos sociales que contengan las inconformidades y permitan el cumplimiento generalizado de la legislación de manera consensuada por la gran mayoría. En un escenario semejante, las medidas de fuerza son recursos de excepción.

En nuestro país el consenso nacional ha sido socavado por dos décadas de políticas económicas neoliberales -con sus saldos de desastre en lo social-, por la creciente brecha de la desigualdad por la persistencia de situaciones de pobreza, miseria y marginación, que no son precisamente minoritarias, y por la corrupción y el desprecio a la legalidad de que hace gala la elite político-empresarial gobernante. En tal circunstancia, el uso sistemático de la fuerza del Estado como recurso casi único de gobierno puede resultar contraproducente, porque incide en atropellos a la ley más graves que los que pretende combatir. Un ejemplo claro es el alarmante saldo que ha dejado el despliegue policiaco-militar en materia de violaciones a los derechos humanos; otro es la criminalización de la protesta social, la cual suele desembocar en la guerra sucia: los maltratos a opositores, pacíficos o no, se multiplican y tienden a convertirse en norma; el EPR ha hecho públicos dos nombres de militantes suyos víctimas de desapariciones forzadas, y ha dado el nombre y cargo del presunto responsable de su secuestro, pero el Ejecutivo federal guarda silencio al respecto.

El grupo gobernante debe comprender que detrás de la proliferación de la violencia de distinto signo subyacen problemas para los cuales no existe ni siquiera propuesta de solución: la desintegración social creciente, la catástrofe en grandes zonas del agro, las exasperantes desigualdades económicas y una corrupción monumental que recorre los tres niveles de gobierno y que extiende sus redes por los tres poderes formales y por los poderes fácticos. Si no se atacan de raíz estos problemas, más temprano que tarde no habrá fuerza policial ni militar capaz de contener a la delincuencia, el descontento social y la descomposición que impera en la propia administración pública.

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