domingo, agosto 26, 2007

Trotsky en el siglo XXI

Guillermo Almeyra /II y último

Una corrección apresurada de mi artículo anterior sobre Trotsky antes de enviarlo permitió que se publicase que había sido asesinado hace 47 años, en vez de 67. Muchos lectores corrigieron por su cuenta, pero igual les ofrezco disculpas a todos. En ese artículo hablaba de lo que sigue siendo válido en Trotsky; en este, por el contrario, mencionaré brevemente lo que a mi juicio ya no lo es.

Después del derrumbe de la Unión Soviética –previsto por Trotsky en La revolución traicionada, ya en 1936–, después del terrible desprestigio de la palabra comunismo causado por los Stalin, los Pol Pot, los Ceausescu, los Mao y sus seguidores, después de las modificaciones profundas causadas por la derrota del movimiento obrero a escala mundial por la mundialización dirigida por el capital financiero, con su secuela terrible de desocupación, emigraciones, caída brutal del ingreso, supresión de conquistas sociales históricas, y después de la reanudación del más feroz colonialismo y del apartheid (en Palestina), de las guerras coloniales imperialistas (Afganistán, Irak) y del ingreso sin frenos del capitalismo en China, Vietnam y las repúblicas que antes formaron la ex Unión Soviética, ¿qué ha demostrado ser erróneo o qué pasó a ser obsoleto en el pensamiento de Trotsky?

En primer lugar, la caracterización de la URSS, ya a partir de los años 30, como Estado obrero burocráticamente degenerado, de la cual derivó la caracterización de los Estados supuestamente “socialistas” de la posguerra como Estados obreros deformados. No era posible, en efecto, seguir hablando de “Estado obrero” –después del aniquilamiento de los soviets, del partido bolchevique, de la democracia obrera, con el surgimiento de una casta brutal y totalitaria privilegiada, después de las matanzas y deportaciones de millones de personas y cuando los campos de concentración, de trabajo esclavo y de exterminio estaban en el orden del día– sólo porque las empresas eran del Estado, existía el monopolio del comercio exterior y la economía estaba burocráticamente planificada y porque los advenedizos en el poder se veían todavía obligados a hablar de Marx, de Lenin, del socialismo (a los que prostituían y traicionaban a cada paso). La propiedad, aunque jurídicamente fuese “colectiva”, no era de la sociedad, sino de un Estado que se reforzaba mediante el terror, y su disfrute era monopolizado por una casta con valores y gustos capitalistas, estrechamente nacionalista e igualmente feroz en su relación con los trabajadores –supuestos dueños del poder estatal– que los gobernantes capitalistas anteriores. Esos estados, aunque no gobernados por capitalistas sino por burócratas, formaban parte de un solo mercado y de una relación mundial capitalista (que trataban de conservar con su política enterradora de revoluciones y de “coexistencia pacífica” con el imperialismo). Capitalistas de Estado, los burócratas estalinistas de todos los países “socialistas” preparaban el camino a la restauración pura y simple del capitalismo en condiciones semicoloniales o de dependencia del capital extranjero. Las ilusiones de gente inteligente, como Ernest Mandel, cuando el comienzo del derrumbe con Gorbachov, sobre la posibilidad de una revolución puramente política que regenerase el Estado “soviético” (que había acabado con los soviets 70 años antes), partían de la aceptación dogmática de esa caracterización errónea de Trotsky y de la total subestimación de los terribles cambios negativos introducidos durante más de 65 años por el estalinismo en la clase obrera y la sociedad de esos países, y en las fuerzas socialistas, a escala mundial.

Los cambios provocados por la mundialización (mejor dicho, por la ignorancia y la incapacidad de estalinistas y socialdemócratas, debido a su estrecho nacionalismo y su estatalismo, de preverla y enfrentarla) han modificado profundamente la clase obrera y su subjetividad así como la relación entre las clases y entre las zonas urbanas y rurales. No se puede ver ya a la clase obrera –ni siquiera en el sentido más amplio de la palabra– como sujeto homogéneo y prácticamente único del cambio revolucionario, como pensaban los bolcheviques como Trotsky hasta la Segunda Guerra Mundial. Y la alianza obrera y campesina, si bien sigue siendo una necesidad en la inmensa mayoría de los países, debe incorporar también a vastísimos sectores que no son ni obreros ni campesinos ni constituyen una clase. Para construir el socialismo también sigue siendo necesario un partido, pero éste no puede ser un partido bolchevique fuertemente centralizado, al cual se subordina todo, como el que fue necesario para Rusia en una fase determinada y heroica de la lucha, pero que hoy es irrepetible. El “partido” en cuestión debe ser más parecido al de Marx, o sea, a la unión voluntaria y libre de los esfuerzos y las inteligencias de todos los que comparten una tendencia política, independientemente de las diferencias o matices que puedan existir en el mismo. Y ese “partido” no puede ser ni una vanguardia eterna autoproclamada ni el eje del poder sino, como los marxistas en la Comuna de París o los revolucionarios rusos en los soviets, la parte más activa en la construcción por el “trabajador colectivo” marxiano, de ese poder tanto en la conciencia de los oprimidos y explotados como en el enfrentamiento con el poder de los patrones y del Estado.Un partido instrumento transitorio de los explotados y oprimidos para construir poder, suprimir las clases, el Estado, el poder sobre los seres humanos y no sobre las cosas, los partidos mismos, e integrar al ser humano libre en su medio ambiente, preservado y reconstruido como base misma de esa libertad. De ahí deriva la importancia de la lucha por la democracia política y social y por la defensa del ambiente; de ahí también la de la lucha por una cultura alternativa y por unir estrechamente, en nuestros países, el combate por la liberación nacional con la liberación social.

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