Por Koichiro Matsuura *
Hemos recibido en legado un solo planeta. ¿Qué hemos hecho con él? La Tierra es hoy un patrimonio en peligro, y la propia especie humana corre riesgo.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) acaba de publicar, bajo la dirección de Jérôme Bindé, la tercera antología de los “Coloquios del siglo XXI”, titulada Firmemos la paz con la Tierra (Ediciones Unesco/Icaria). Con la colaboración de 15 científicos y expertos de fama mundial, como Paul Crutzen, Nicolas Hulot, Javier Pérez de Cuéllar, Michel Serres, Mustafá Tolba, Haroldo Mattos de Lemos y Edward O. Wilson, hemos efectuado una radiografía prospectiva de la crisis ecológica mundial, formulando a la vez una serie de propuestas de acción, y lo esencial se resume en dicho artículo.
Después de la Conferencia de Bali y de los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre los Cambios Climáticos (IPCC) debemos preguntarnos si hemos cobrado conciencia de la envergadura de los retos gigantescos que va a tener que afrontar la humanidad en un momento en que el tiempo empieza a faltarnos. No insistiré sobre el diagnóstico, ya que por desgracia el panorama es de sobra conocido: cambio climático, desertización, crisis mundial de los recursos hídricos, deforestación, deterioro de los océanos, erosión acelerada de la biodiversidad y contaminación de aire, suelo, agua dulce y mar.
Las consecuencias económicas y geopolíticas de una situación semejante se han empezado a cuantificar sólo de manera muy reciente. La guerra que hemos declarado a nuestro planeta puede costar tanto como una guerra mundial, tal como se ha señalado en el Informe Stern. Además, después de esa guerra contra la naturaleza corremos el riesgo de desembocar en la guerra de verdad, debido no sólo a la escasez cada vez mayor de energías fósiles y recursos naturales, sino también al desplazamiento de los 150 a 200 millones de “ecorrefugiados” que vaticinan los estudios prospectivos.
Lo que consideramos “problemas” –empezando por el cambio climático– son más bien síntomas de un problema, el del crecimiento material en un mundo finito, cuya existencia ya fue señalada desde 1972 en el informe Los límites del crecimiento, presentado al Club de Roma. Dennis Meadows, coautor de ese texto, nos dice que en ese año “la humanidad estaba por debajo de sus límites, pero ahora está por encima de ellos”. Así lo atestiguan los datos relativos a la huella ecológica de la especie humana, calculados por el equipo de Mathis Wackernagel. En 1972, la utilización humana de los recursos de la Tierra se aproximaba a 85 por ciento del nivel sostenible a largo plazo, mientras hoy día se sitúa en torno a 125 por ciento de ese nivel.
En esas condiciones, ¿puede salvarse todavía la humanidad? Respondemos por la afirmativa a esa interrogante. Sí, la humanidad puede salvarse sin que la especie humana tenga que renunciar al desarrollo y a la lucha contra la pobreza. En vez de contraponer el crecimiento económico y el desarrollo sostenible, tenemos que armonizarlos.
Para lograr esa armonización necesitamos no sólo más ciencia, más sobriedad, menos materia y más acciones concretas, sino también más ética y política, en contra de lo que algunos puedan creer. Necesitamos, en definitiva, un nuevo contrato natural de la humanidad con la Tierra y una ética del futuro.
En primer lugar, requerimos más ciencia. Muchos creen que el enemigo es la tecnociencia. Sin embargo, la mano que inflige la herida es también la que cura. No conseguiremos salvaguardar nuestro planeta y hacer que se salve su “huésped”, la especie humana, si no logramos construir sociedades del conocimiento que den prioridad a la educación y a la investigación. Los desafíos planteados por el desarrollo sostenible exigen que reforcemos nuestras capacidades en materia de previsión y prospectiva. La Unesco, por su parte, ha venido construyendo una base de conocimientos de importancia mundial sobre el medio ambiente y el desarrollo sostenible desde hace varios decenios, en una época en que eran muy pocos los que habían cobrado conciencia de los problemas. Ya en 1949 la Unesco inició el primer estudio internacional sobre las zonas áridas del mundo, y en 1970 creó el Programa sobre el hombre y la biosfera (MAB). Además, sus programas científicos internacionales relativos a los océanos y las ciencias de la tierra son reconocidos como fuentes de recursos únicos en su género. El IPCC ha recurrido ampliamente a la base de conocimientos de todos esos programas de la Unesco, que será preciso seguir enriqueciendo y completando en el futuro.
En segundo lugar, tenemos que imponer más sobriedad. Va ser necesario inventar formas de consumo menos dispendiosas y más eficaces. No parece que tengamos otra opción, habida cuenta de la creciente propagación del modelo occidental de desarrollo y consumo a las economías emergentes del hemisferio sur. En efecto, la humanidad necesitaría disponer de los recursos naturales de tres o cuatro Tierras si llegan a extenderse por todo el planeta los modos actuales de consumo imperantes en América del Norte.
También debemos utilizar menos materia. Vamos a tener que desmaterializar la economía y el crecimiento. En efecto, es muy probable que no podamos detener el crecimiento económico y, por eso, tendremos que reducir en cada unidad de producción el consumo de recursos naturales y materias primas: energía, metales, minerales, agua, madera. La evolución de la economía hacia la desmaterialización ya se ha iniciado con la sustitución revolucionaria de los átomos por los bits, que es la base del auge de las nuevas tecnologías y las sociedades del conocimiento. La desmaterialización de la economía podrá incluso impulsar el desarrollo de los países del sur, a condición de que los países del norte se comprometan a desmaterializar su crecimiento a un ritmo algo más rápido que los primeros a lo largo de unos 50 años.
No obstante, la mayor transformación de nuestras sociedades ha de consistir en la modificación de nuestras actitudes y conductas. En efecto, ¿cómo podremos desmaterializar la producción si seguimos siendo materialistas? ¿Cómo podremos disminuir el consumo si el consumidor que todos llevamos dentro acaba por devorar nuestra conciencia cívica? La educación para el desarrollo sostenible será la impulsora de la imprescindible modificación de nuestro comportamiento.
Debemos, asimismo, llevar a cabo acciones más concretas, ejecutando proyectos precisos y realistas, incluso a escala internacional, con el fin de suprimir el gran trecho que media entre la utopía y la tiranía impuesta por las miras a corto plazo. Por ejemplo, respecto de la biodiversidad se necesitarían unos 50 mil millones de dólares –esto es, algo menos de 0.1 por ciento del producto interno bruto mundial– para preservar las 34 zonas ecológicas más prioritarias del planeta. Esas áreas, que sólo abarcan 2,3 por ciento de la superficie terrestre, albergan, sin embargo, 50 por ciento de las especies de plantas vasculares conocidas y 42 por ciento de mamíferos, aves, reptiles y anfibios.
Necesitamos, en definitiva, un contrato natural de la humanidad con la Tierra para no ser más los parásitos de ésta. Tenemos que firmar un nuevo tratado de paz con la naturaleza. Al contrato social ya establecido entre los seres humanos hay que añadir ahora el contrato que vincule a éstos con la naturaleza. Esta idea de contrato natural podrá parecer peregrina a algunos, pero es la consecuencia lógica de la toma de conciencia ecológica. Estamos ya protegiendo determinadas especies de la fauna y la flora, y conservando una serie de paisajes con la creación de parques naturales. Eso quiere decir que vamos reconociendo paulatinamente que la naturaleza es un auténtico sujeto de derecho con el que es posible establecer un contrato. La verdadera democracia del futuro tendrá que ser forzosamente prospectiva. La ética del futuro, que exige que leguemos a nuestros hijos un mundo viable, sabrá armonizar la economía y la ecología, el crecimiento y el desarrollo sostenible.
* Director general de la Unesco
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) acaba de publicar, bajo la dirección de Jérôme Bindé, la tercera antología de los “Coloquios del siglo XXI”, titulada Firmemos la paz con la Tierra (Ediciones Unesco/Icaria). Con la colaboración de 15 científicos y expertos de fama mundial, como Paul Crutzen, Nicolas Hulot, Javier Pérez de Cuéllar, Michel Serres, Mustafá Tolba, Haroldo Mattos de Lemos y Edward O. Wilson, hemos efectuado una radiografía prospectiva de la crisis ecológica mundial, formulando a la vez una serie de propuestas de acción, y lo esencial se resume en dicho artículo.
Después de la Conferencia de Bali y de los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre los Cambios Climáticos (IPCC) debemos preguntarnos si hemos cobrado conciencia de la envergadura de los retos gigantescos que va a tener que afrontar la humanidad en un momento en que el tiempo empieza a faltarnos. No insistiré sobre el diagnóstico, ya que por desgracia el panorama es de sobra conocido: cambio climático, desertización, crisis mundial de los recursos hídricos, deforestación, deterioro de los océanos, erosión acelerada de la biodiversidad y contaminación de aire, suelo, agua dulce y mar.
Las consecuencias económicas y geopolíticas de una situación semejante se han empezado a cuantificar sólo de manera muy reciente. La guerra que hemos declarado a nuestro planeta puede costar tanto como una guerra mundial, tal como se ha señalado en el Informe Stern. Además, después de esa guerra contra la naturaleza corremos el riesgo de desembocar en la guerra de verdad, debido no sólo a la escasez cada vez mayor de energías fósiles y recursos naturales, sino también al desplazamiento de los 150 a 200 millones de “ecorrefugiados” que vaticinan los estudios prospectivos.
Lo que consideramos “problemas” –empezando por el cambio climático– son más bien síntomas de un problema, el del crecimiento material en un mundo finito, cuya existencia ya fue señalada desde 1972 en el informe Los límites del crecimiento, presentado al Club de Roma. Dennis Meadows, coautor de ese texto, nos dice que en ese año “la humanidad estaba por debajo de sus límites, pero ahora está por encima de ellos”. Así lo atestiguan los datos relativos a la huella ecológica de la especie humana, calculados por el equipo de Mathis Wackernagel. En 1972, la utilización humana de los recursos de la Tierra se aproximaba a 85 por ciento del nivel sostenible a largo plazo, mientras hoy día se sitúa en torno a 125 por ciento de ese nivel.
En esas condiciones, ¿puede salvarse todavía la humanidad? Respondemos por la afirmativa a esa interrogante. Sí, la humanidad puede salvarse sin que la especie humana tenga que renunciar al desarrollo y a la lucha contra la pobreza. En vez de contraponer el crecimiento económico y el desarrollo sostenible, tenemos que armonizarlos.
Para lograr esa armonización necesitamos no sólo más ciencia, más sobriedad, menos materia y más acciones concretas, sino también más ética y política, en contra de lo que algunos puedan creer. Necesitamos, en definitiva, un nuevo contrato natural de la humanidad con la Tierra y una ética del futuro.
En primer lugar, requerimos más ciencia. Muchos creen que el enemigo es la tecnociencia. Sin embargo, la mano que inflige la herida es también la que cura. No conseguiremos salvaguardar nuestro planeta y hacer que se salve su “huésped”, la especie humana, si no logramos construir sociedades del conocimiento que den prioridad a la educación y a la investigación. Los desafíos planteados por el desarrollo sostenible exigen que reforcemos nuestras capacidades en materia de previsión y prospectiva. La Unesco, por su parte, ha venido construyendo una base de conocimientos de importancia mundial sobre el medio ambiente y el desarrollo sostenible desde hace varios decenios, en una época en que eran muy pocos los que habían cobrado conciencia de los problemas. Ya en 1949 la Unesco inició el primer estudio internacional sobre las zonas áridas del mundo, y en 1970 creó el Programa sobre el hombre y la biosfera (MAB). Además, sus programas científicos internacionales relativos a los océanos y las ciencias de la tierra son reconocidos como fuentes de recursos únicos en su género. El IPCC ha recurrido ampliamente a la base de conocimientos de todos esos programas de la Unesco, que será preciso seguir enriqueciendo y completando en el futuro.
En segundo lugar, tenemos que imponer más sobriedad. Va ser necesario inventar formas de consumo menos dispendiosas y más eficaces. No parece que tengamos otra opción, habida cuenta de la creciente propagación del modelo occidental de desarrollo y consumo a las economías emergentes del hemisferio sur. En efecto, la humanidad necesitaría disponer de los recursos naturales de tres o cuatro Tierras si llegan a extenderse por todo el planeta los modos actuales de consumo imperantes en América del Norte.
También debemos utilizar menos materia. Vamos a tener que desmaterializar la economía y el crecimiento. En efecto, es muy probable que no podamos detener el crecimiento económico y, por eso, tendremos que reducir en cada unidad de producción el consumo de recursos naturales y materias primas: energía, metales, minerales, agua, madera. La evolución de la economía hacia la desmaterialización ya se ha iniciado con la sustitución revolucionaria de los átomos por los bits, que es la base del auge de las nuevas tecnologías y las sociedades del conocimiento. La desmaterialización de la economía podrá incluso impulsar el desarrollo de los países del sur, a condición de que los países del norte se comprometan a desmaterializar su crecimiento a un ritmo algo más rápido que los primeros a lo largo de unos 50 años.
No obstante, la mayor transformación de nuestras sociedades ha de consistir en la modificación de nuestras actitudes y conductas. En efecto, ¿cómo podremos desmaterializar la producción si seguimos siendo materialistas? ¿Cómo podremos disminuir el consumo si el consumidor que todos llevamos dentro acaba por devorar nuestra conciencia cívica? La educación para el desarrollo sostenible será la impulsora de la imprescindible modificación de nuestro comportamiento.
Debemos, asimismo, llevar a cabo acciones más concretas, ejecutando proyectos precisos y realistas, incluso a escala internacional, con el fin de suprimir el gran trecho que media entre la utopía y la tiranía impuesta por las miras a corto plazo. Por ejemplo, respecto de la biodiversidad se necesitarían unos 50 mil millones de dólares –esto es, algo menos de 0.1 por ciento del producto interno bruto mundial– para preservar las 34 zonas ecológicas más prioritarias del planeta. Esas áreas, que sólo abarcan 2,3 por ciento de la superficie terrestre, albergan, sin embargo, 50 por ciento de las especies de plantas vasculares conocidas y 42 por ciento de mamíferos, aves, reptiles y anfibios.
Necesitamos, en definitiva, un contrato natural de la humanidad con la Tierra para no ser más los parásitos de ésta. Tenemos que firmar un nuevo tratado de paz con la naturaleza. Al contrato social ya establecido entre los seres humanos hay que añadir ahora el contrato que vincule a éstos con la naturaleza. Esta idea de contrato natural podrá parecer peregrina a algunos, pero es la consecuencia lógica de la toma de conciencia ecológica. Estamos ya protegiendo determinadas especies de la fauna y la flora, y conservando una serie de paisajes con la creación de parques naturales. Eso quiere decir que vamos reconociendo paulatinamente que la naturaleza es un auténtico sujeto de derecho con el que es posible establecer un contrato. La verdadera democracia del futuro tendrá que ser forzosamente prospectiva. La ética del futuro, que exige que leguemos a nuestros hijos un mundo viable, sabrá armonizar la economía y la ecología, el crecimiento y el desarrollo sostenible.
* Director general de la Unesco
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