Editorial
Como si hicieran falta indicadores claros del marasmo en el que actualmente se encuentra la política exterior mexicana, el gobierno de Felipe Calderón dio ayer muestra de una inconsistencia diplomática inaceptable y preocupante, sobre todo porque en esta ocasión se dio en el contexto del conflicto político que enfrenta el gobierno de Bolivia: al mismo tiempo que la titular de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, ofrecía a su homólogo del país andino, David Choquehuanca, “todas las garantías” de que México no apoyará al movimiento autonómico de Santa Cruz, la funcionaria aceptó que mañana se reuniría, “de manera no oficial”, con Óscar Ortiz, presidente del Senado y connotado integrante del derechista Poder Democrático Social (Podemos), quien viene en representación de su partido a gestionar el envío de “misiones humanitarias” a Bolivia, en apoyo a la autonomía opositora entre “gobiernos afines” al proyecto secesionista.
Para poner las cosas en perspectiva, debe recordarse que los actuales inentos de desestabilización política en Bolivia se deben principalmente a la acción de grupos oligarcas que han visto afectados sus privilegios con la llegada de Evo Morales a la presidencia, y que en su afán por recuperarlos parecen estar dispuestos a sabotear a un gobierno que cuenta con amplio apoyo popular, pero no con el respaldo de los dueños del dinero, aunque ello implique pasar por encima de la Constitución vigente y provocar una fractura nacional. En el departamento de Santa Cruz, el conflicto ha sido provocado y explotado por los grupos de terratenientes, quienes incluso han sido señalados de querer instaurar una autonomía de facto mediante la implementación de tácticas sediciosas. Tal es el talante de los sectores oligarcas que pretenden legitimarse con la celebración, el próximo 4 de mayo, de un “referéndum” anticonstitucional, desconocido por la propia Corte Nacional Electoral boliviana, y por las autoridades electorales de otros 14 países, entre ellos el nuestro.
Así, la recepción “no oficial” del líder escisionista boliviano cobra importancia por cuanto pudiera generar tensiones diplomáticas entre los gobiernos de México y La Paz. El propio embajador de la nación andina en nuestro país, Jorge Mansilla, ha manifestado que la solicitud de envío de “misiones humanitarias” para la celebración de la mencionada consulta “es insensata e innecesaria”, y aunque dijo que su gobierno no emitirá una protesta por el encuentro de la canciller con el líder opositor, afirmó que estarán “muy atentos a lo que digan” en dicha reunión.
Por lo que hace al gobierno mexicano, no puede explicarse por qué recibirá al dirigente de un movimiento que plantea la ruptura institucional en un país soberano como Bolivia. Al parecer, se ha olvidado que en política –tanto interior como exterior– la forma es fondo y que el recibimiento de Óscar Ortiz pudiera ser considerado por la opinión pública nacional e internacional como un acto de injerencismo y un espaldarazo tácito a los intentos de atentar contra un gobierno democráticamente elegido.
Finalmente, resulta preocupante la identificación, por parte de Podemos, del gobierno de Felipe Calderón como “afín” al proyecto secesionista. En efecto, la cercania ideológica del grupo que detenta el poder en México con la derecha política mundial ha dotado de un amplio e inaceptable margen a las constantes e ilegales injerencias del ex presidente español José María Aznar y los denuestos recientes del presidente colombiano, Álvaro Uribe, en contra de los mexicanos muertos en el ataque a un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en Ecuador. En esta ocasión, el hecho de que Óscar Ortiz haya incluido a nuestro país en su gira dice mucho de la imagen que la actual administración proyecta al exterior: no la de un gobierno comprometido con la institucionalidad y la soberanía de las naciones sino, ante todo, la de un régimen dispuesto a respaldar a los grupos que compartan su signo político.
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