Ángel Guerra Cabrera
El gobierno de Cuba ha difundido pruebas irrefutables del desfachatado auspicio por la oficina diplomática de Washington en La Habana a la relación política y financiera entre el terrorista de origen cubano Santiago Alvarez González Magriñat y miembros de la contrarrevolución interna. Alvarez, con numerosas acciones violentas en su haber contra Cuba y colaborador de Luis Posada Carriles –monstruosa máquina asesina continental creada por la CIA–, fue su cómplice en el intento de atentado contra Fidel Castro en la Cumbre Iberoamericana de Panamá y en 2005 lo internó por mar ilegalmente en Florida después de recogerlo en México. Hoy cumple una condescendiente pena de prisión pues posteriormente le fue ocupado en Miami un arsenal que confesó utilizaría para derrocar al gobierno cubano y luego se negó a declarar en la farsa de juicio montada contra Posada, que forzó a la fiscalía a procesarlo por obstrucción de la justicia. A él, que ordenó volar el cabaret Tropicana en La Habana, no se le aplicó la Ley Patriota, ni a ninguno de los terroristas que como el propio Posada gozan de total impunidad en Estados Unidos.
Pero el colmo del cinismo en la conducta del gobierno que se proclama campeón de la lucha contra el terrorismo es que el jefe de sus diplomáticos en La Habana haya servido de lleva y trae entre Alvarez y personeros de la contrarrevolución interna en Cuba. Aquel entregaba dinero a éstos que recogía en Miami de una fundación presidida por el terrorista y llevaba de regreso los recibos. Mostrados a un juez de la ciudad floridana, redujo casi a nada la sanción impuesta a Alvarez, conmovido por su apoyo a los luchadores “por los derechos humanos” en la isla. Ripley moriría de envidia. Cuba también presentó pruebas contundentes sobre la injerencia de la oficina diplomática yanqui en la planeación, ejecución y financiamiento de las actividades de la contrarrevolución interna. En los correos electrónicos, cartas, recibos y videos mostrados a la prensa por autoridades de la isla resaltan hechos escandalosos, como es el uso sistemático por los contrarrevolucionarios de las instalaciones y la infraestructura de esa oficina para sus reuniones políticas y sociales, cursos de capacitación y transmisiones, hacia y desde Estados Unidos. Asimismo, la voracidad y pugnas por los dólares que perciben en prenda de sus servicios y el grado de íntima complicidad que los une a los diplomáticos del imperio. Con toda la gravedad de estos hechos, que violan flagrantemente las leyes internacionales y las del país anfitrión, los trajines subversivos de la representación diplomática estadunidense en Cuba no son nuevos. Aunque ciertamente, nunca habían ocurrido con el descaro inaudito de los últimos años, que ha llegado al extremo de organizar teleconferencias entre los así llamados disidentes, cómodamente acogidos a su hospitalidad, y altos funcionarios yanquis, incluido el propio George W. Bush. Pero nadie se sorprenda, pues encaja perfectamente en la meta de “cambio de régimen” en Cuba que se ha fijado la actual administración. Con esa finalidad creó una comisión intergubernamental presidida por los secretarios de Estado –Powell primero y, más tarde Rice– y nombró una suerte de virrey encargado de dirigir la transición de la isla hacia el capitalismo. Estos planes han naufragado contra el escollo de la resistencia cubana pues fuera de la oficina yanqui la contrarrevolución apenas tiene audiencia en la isla y es lo que explica las alocadas actitudes provocadoras de Washington, desmontadas serena y firmemente por La Habana por el simple expediente de dar a conocer la verdad. Con todo, no hay señales claras de un eventual cambio en la política de fuerza hacia Cuba, que no debería necesariamente esperarse del discurso de Obama aunque no sea de la brutalidad agresiva de McCain. Quién sabe a dónde lleve la insondable crisis estructural que sufre el imperio.
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