Guillermo Almeyra
Nunca anteriormente ningún presidente de ningún país, con todos los medios de comunicación en manos de la oposición de derecha desinformando y atacándolo continuamente, consiguió como Evo Morales en tres elecciones sucesivas la mayoría absoluta de los votos. El domingo pasado logró, en efecto, el 67.8 (98.5 en Omasuyos, feudo de su rival Felipe Quispe, que decía que era “un falso indio”, y 40 en Santa Cruz, 43.7 en el Beni, 49.83 en Tarija y 53 por ciento en Pando, es decir, en tierras antes de la ultraizquierda y en los departamentos en manos de la ultraderecha “autonomista”).
Como en éstos sus enemigos obtuvieron 67, 64, 58 y 56 por ciento de los votos, respectivamente, es evidente que en las zonas escisionistas no sólo Evo Morales representa una fuerza, sino que cerca de 10 por ciento de quienes votaron por los prefectos (gobernadores) que se le oponen votaron también por él.
La abstención, además, fue mínima (la ultraizquierda llamaba a abstenerse) y eso da aún mayor importancia a su triunfo y al golpe político sufrido por todos sus enemigos de ultraderecha o de ultraizquierda, que estaban unidos contra Evo. Éste logró no sólo una abrumadora mayoría de votos indígenas y campesinos, sino también los votos obreros y una buena parte de los votos de las clases medias urbanas y rurales mestizas, inclusive en los departamentos de Oriente, donde la ultraderecha racista y secesionista demostró, también, tener una base de masas importante.
Las primeras conclusiones son, a mi juicio, las siguientes: el aparato estatal, y en particular el Poder Ejecutivo, sale reforzado de la prueba. Por otra parte, los llamados, como el del alcalde de Santa Cruz, a un golpe militar contra Evo Morales tendrán menos efecto, ya que la inmensa votación (más de dos tercios del electorado) harán pensar dos veces a los candidatos a Pinochet ante la magnitud de la lucha social (y armada) que podrían tener que enfrentar.
Además, subsiste el “empate catastrófico” entre el gobierno, con su apoyo de masas, y la ultraderecha, que cabalga una visión reaccionaria del autonomismo y cuenta también no sólo con el respaldo económico y político del gran capital, de la oligarquía, de los soyeros argentinos y brasileños que trabajan en Santa Cruz y del imperialismo, sino con una fuerte base popular local aunque carezca de base nacional para su proyecto reaccionario de volver a la Bolivia anterior.
Ese hecho obliga a ambos vencedores a negociar, o sea, a hacerse concesiones mutuas no deseadas pues la ultraderecha no puede derrocar a Evo sin las fuerzas armadas y sin las consecuencias que tendría para ella enfrentar directamente a quienes votaron por aquél (recordemos, suman cerca de la mitad del electorado oriental), y el gobierno no puede lanzarse a aplastar a la derecha para después tener que imponer el estado de sitio en los departamentos orientales con unas fuerzas armadas frágiles y divididas y con la oposición mayoritaria de las poblaciones urbanas de aquéllos.
Ante este panorama, el gobierno llama a sus opositores a discutir para que la Constitución que debe ser aprobada por el pueblo contemple, además de la comunitaria y de la indígena, aspectos de la autonomía que pretende imponer la ultraderecha. Ahora bien, el núcleo más duro de la misma (el prefecto Costas y los racistas de Santa Cruz) se ha negado incluso a reunirse con Evo, lo ha calificado de “macaco” a las órdenes de un “macacón” (Chávez), ha creado una policía propia (es decir, un cuerpo armado) y ha adoptado medidas ilegales, como el cobro de impuestos y la convocatoria de un parlamento local (llamado Consejo Departamental), mientras sus partidarios apalean médicos cubanos y los “negociadores” no negociaron nada.
Como se sabe, para conciliar, como para bailar tango, se necesitan dos, y uno de los dos, la ultraderecha, ha elegido el camino provocador de los hechos consumados. Eso haría ilusoria toda concesión importante por parte del gobierno, sin hablar de que la autonomía debe adaptarse a la Constitución y no viceversa, y sin mencionar tampoco el hecho de que, en la celebración del triunfo en La Paz, los que votaron por Evo gritaban: “¡mano dura!”, “¡mano dura!”, sacando sus propias conclusiones del resultado electoral.
La revolución boliviana es, al mismo tiempo, una revolución descolonizadora (por la igualdad de todos los bolivianos y su incorporación como ciudadanos plenos a un Estado plurinacional), una revolución democrática (por el estado de derecho, la limpieza del aparato judicial, la revolución agraria, la soberanía alimentaria, la independencia del país frente al imperialismo) y, en su dinámica aunque no en la conciencia de sus protagonistas, una revolución anticapitalista. No se enfrentan un proyecto neoliberal moderno y otro arcaico, de retorno al Tawantisuyo, sino un proyecto conservador del colonialismo y otro modernísimo de superación del capitalismo. A 68 años del asesinato de León Trotsky, esta revolución confirma su teoría de la revolución permanente: para garantizar la tierra o una pensión a los ancianos, hay que avanzar hacia el socialismo.
Pero para eso se necesita elevar la conciencia de lo que está en juego en ese casi 68 por ciento que votó por las dos primeras revoluciones y separar de la ultraderecha parte de los que la apoyaron porque desean mayor autonomía local dentro de Bolivia (pero no se plantean, como los prefectos, crear miniestados secesionistas). En el terreno resbaladizo de las negociaciones entre pocos hay un peligroso margen para la imposible búsqueda de la “unidad nacional” y entre las clases, cuando hay que crear, en cambio, la unidad entre todos los explotados, oprimidos o subordinados frente a las clases dominantes nacionales y el imperialismo, que ya está planeando cómo “tumbar al indio”.
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