Casa mexicana
Denise Dresser
"Estamos lejos, muy lejos de casa. Nuestra casa está lejos, muy lejos de nosotros", canta Bruce Springsteen. Y así se siente vivir en México en estos días atribulados. Lejos del hogar y cerca de todo aquello que lo acecha. Lejos del sosiego y cerca de la ansiedad. Lejos de la paz y cerca del miedo. Siempre alertas, siempre nerviosos, siempre sospechando hasta de nuestra propia sombra. Invadidos permanentemente por el temor fundado a caminar en la calle, andar en el auto, abrir la puerta, parar a un taxi, cobrar un cheque, sacar dinero de un cajero automático, recibir la llamada de algún secuestrador, perder a un hijo, enterrar a un padre. Aristófanes definió la casa como el lugar donde los hombres prosperan, pero hoy en México, la casa colectiva se ha vuelto el lugar donde demasiados mueren. Acribillados por un narcotraficante o asaltados por un delincuente o baleados por un policía o asfixiados por un miembro de la banda "La Flor".
Ante ello, la realidad -trágica, impactante, desgarradora- es que los caseros en la clase política no saben qué hacer. O peor aún: aunque lo sepan no parecen dispuestos a asumir la responsabilidad que les corresponde. Basta con examinar la reunión reciente del Consejo Nacional de Seguridad Pública y sus secuelas. Las caras largas, los discursos solemnes, las promesas reiteradas, las declaraciones enérgicas, el mensaje de "ahora sí". Allí están los 75 compromisos contraídos incluyendo la depuración de las policías y la creación de unidades antisecuestros y la construcción de penales federales y la regulación de la telefonía móvil y una nueva ley para combatir el delito del secuestro y una nueva base de datos entre tantos más. Compromisos encomiables. Compromisos aplaudibles. Compromisos anunciados con anterioridad, reciclados una y otra vez.
Porque no importa cuántos consejos se instalen o cuántas cumbres se organicen o cuántos compromisos se enlisten o cuántos discursos se pronuncien o cuántas marchas se organicen. México continuará siendo el tipo de país convulso que es mientras los criminales no sean castigados. Y eso jamás ocurrirá mientras los íconos de la impunidad sigan habitando la casa de todos, en lugar de ser expulsados de ella. Mientras los que violan la ley permanezcan en el poder, en lugar de ser removidos de allí. Mientras los responsables de la violencia promovida desde el Estado sean convocados en vez de ser sancionados. ¿Qué credibilidad puede tener el Acuerdo por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad cuando Mario Marín lo suscribe? ¿Qué credibilidad puede tener una iniciativa para sancionar el secuestro cuando Ulises Ruiz la avala? ¿Qué credibilidad puede tener un esfuerzo por fomentar la transparencia cuando Romero Deschamps lo firma? ¿Qué posibilidad de éxito puede tener una cruzada contra el crimen enarbolada por quienes lo han perpetuado?
Ah, la raíz de todo es la impunidad, aseguran todos. "El crimen creció gracias a la impunidad", dice el Presidente. "La proliferación del crimen no puede entenderse sin el cobijo que muchos años le fue brindando la impunidad", reitera. "La frustración ciudadana apunta a la impunidad con la que actúan los delincuentes y al grado de encubrimiento o franco involucramiento que ha desplegado el crimen organizado", argumenta. Tiene razón. Pero el problema es que Felipe Calderón y muchos otros miembros de la clase política se refieren a impunidad como si no hubieran contribuido a institucionalizarla. Como si la impunidad fuera un fenómeno desvinculado de su propia actuación. Como si la culpa fuera tan sólo de ciudadanos apáticos y una sociedad que ha perdido los valores. Como si la impunidad no hubiera sido fomentada por gobernadores venales y líderes sindicales corruptos y presidentes acomodaticios. Como si los sentados en el Consejo de Seguridad la semana pasada no hubieran contribuido -desde hace décadas- a hacer de la impunidad una condición sine qua non del sistema político.
Para comprobarlo le pido a los lectores que hagan un experimento intelectual -sugerido por mi amigo, el embajador Alberto Székely- y respondan a las siguientes preguntas. ¿Qué pasaría si hechos similares a los del 2 de octubre de 1968 ocurrieran hoy en el 2008? ¿Qué ocurriría si el Ejército disparara contra civiles desarmados? ¿Cómo responderían el sistema judicial y sus instituciones? ¿Presenciaríamos a un Presidente que reconoce culpas o le permite a los militares y a Juan Camilo Mouriño evadirlas? ¿Presenciaríamos a una Suprema Corte que se erige en defensora de los derechos humanos y las garantías individuales o que las ignora como en el caso de Lydia Cacho? ¿Presenciaríamos a unas televisoras que reportan cabalmente lo ocurrido o aplauden al Presidente por actuar con la mano firme mientras celebran que "fue un día soleado"? ¿Los partidos se aprestarían a denunciar a los responsables o intentarían "blindarlos" como hace hoy el PRI con Mario Marín? ¿La impunidad inaugurada hace 40 años sería combatida por todos los niveles de gobierno o más bien los involucrados intentarían protegerse entre sí?
Éstas son preguntas relevantes porque apuntan a lo que Graham Greene llamaría the heart of the matter, "el corazón del asunto": un sistema político y un andamiaje institucional construidos sobre los cimientos de la impunidad garantizada, la complicidad compartida, la protección asegurada, la ciudadanía ignorada. Un sistema que sobrevive gracias a la inexistencia de mecanismos imprescindibles de rendición de cuentas como la reelección. Un sistema que continúa vivo a pesar de la alternancia porque en realidad jamás fue enterrado. Dado que nunca hubo un deslinde de las peores prácticas del pasado, sobreviven en el presente. Dado que nunca hubo un Estado de Derecho real, ahora resulta imposible apelar a él. Dado que nunca se diseñaron instrumentos para darle peso a la sociedad, ahora no acarrea grandes costos ignorar sus demandas o atenderlas teatralmente con la instalación de un Consejo.
Por ello el verdadero reto para el gobierno y la sociedad es entender el significado de un verdadero "hasta aquí". Y eso entrañaría ir más allá de las 75 medidas contempladas hasta ahora. Entrañaría combatir la cultura de la impunidad en los lugares donde nació y creció: en Los Pinos y en el Ejército y en el SNTE y en el SNTPRM y en la Secretaría de Gobernación y en la Quinta Colorada de Tabasco y en la gubernatura de Puebla y en las mansiones de Arturo Montiel. Porque si no somos capaces de alzar la vara -como lo exige Alejandro Martí- para medir el daño que la clase política le ha hecho a la casa mexicana, será cada vez más difícil convivir en ella.
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