País de acuerdos, comisiones, leyes… y mentiras
Horizonte político
José A. Crespo
José A. Crespo
El acuerdo anunciado la semana pasada por Felipe Calderón, para aminorar los costos de la crisis económica, evoca en cierto grado aquellos en los que los presidentes priistas lograban convocar a los principales actores políticos y económicos para, por ejemplo, aplicar un plan de choque. Presentar un acuerdo amplio en lugar de un programa propiamente gubernamental, parece tener más propósitos mediáticos y políticos que de eficacia económica. Se manda el mensaje de que los 25 puntos presentados por Calderón fueron consensuados por los actores relevantes, muchos de los cuales en la realidad no parecen muy convencidos. Y si tales medidas resultan insuficientes, o de plano fallidas, la responsabilidad será compartida.
En México, una recurrida forma de enfrentar los problemas es con actos solemnes, pomposos, acompañados de discursos grandilocuentes y retórica dorada. Es parte de nuestros usos y costumbres, que trascendieron propiamente la era priista, pues son cuidadosamente preservados también por los gobiernos panistas. Dice al respecto Sara Sefchovich, en su recién publicado libro País de mentiras (Océano, 2008): “En México se supone que basta con que existan leyes, instituciones y convenios para que las cosas se hagan o se resuelvan”. Eso explica, continúa Sefchovich, que: “Una de las cosas que más le gusta a nuestros poderosos es firmar convenios y acuerdos. Les encanta sentarse en largas mesas con manteles de fieltro verde y guapas edecanes vestidas de minifalda paradas detrás, que les entregan las plumas fuente con las que estamparán su rúbrica frente a las cámaras. Por eso, un día sí y otro también los vemos participar en esas ceremonias”. Son una forma de hacer como que se resuelven los problemas. Es parte de la simulación nacional que constituye el andamiaje de la sociedad mexicana desde que existe como tal. Y no se ve que eso vaya a cambiar, pues al parecer no conocemos otra forma de relacionarnos, de organizarnos, de comunicarnos.
Y así como los diferentes acuerdos sustituyen frecuentemente las soluciones reales a los problemas, otro tanto ocurre con las leyes, a las que somos muy proclives también bajo la premisa de que, al promulgarlas, la realidad cambiará en automático: “Existe entre nosotros la convicción, heredada de la era colonial con sus costumbres españolas y de los liberales decimonónicos con sus ideas francesas, de que esa es la manera de hacer que las cosas funcionen”, dice Sefchovich, que ejemplifica con el fraile Diego Durán, quien en el siglo XVI reflexionaba: “¿En qué tierra del mundo hubo tantas ordenanzas de república, ni leyes tan justas ni tan bien ordenadas, como los indios tuvieron en esta tierra?” Probablemente la respuesta correcta es ¡en Nueva España!, por supuesto, pero en ninguno como aquí todo ello sirvió de tan poco, y por ello Alejandro von Humboldt nos catalogó, a fines del Virreinato, como el país de la desigualdad, en un siglo donde la desigualdad aún imperaba en todo el mundo.
“Resulta que hay leyes para todo lo imaginable —continúa Sefchovich—: para garantizar el derecho de los mexicanos a la salud, la educación, la alimentación, el trabajo… (Incluso) Se crea una ley que prohíbe ‘el financiamiento, la planeación y la comisión de actos violentos de grupos extremistas en el territorio’.” Pero el Estado, es evidente, no tiene la capacidad de hacerla cumplir. Promúlguese la ley, mas no se acate, sea por ineficacia, corrupción o conveniencia política. Y eso, cuando los ordenamientos están más o menos bien diseñados, sin fuertes contradicciones, lagunas o excepciones, como suele ocurrir aquí. Pues, aun así, no es usual que la ley se aplique debidamente, al menos no con criterios universales y sistemáticos: se hace según resulte conveniente al poder. La ambigüedad legal fue deliberada durante el régimen del PRI —recuerda Sefchovich—, pues eso daba mayor margen de discrecionalidad en su interpretación y aplicación. Algo que no ha cambiado significativamente durante los gobiernos del PAN. Y hacia el mundo exterior, el engaño también juega su papel. Enrique Krauze hace poco recomendó: “Practicar hacia fuera lo que predicamos adentro” (9/ene/08). Sería mejor que practicáramos adentro lo que predicamos adentro, algo que se percibe lejano.
Embustes y contradicciones afloran diariamente. Por ejemplo, sólo en un país como éste el primer mandatario se entusiasma con la crisis económica mundial, al considerarla un interesante reto a superar. Nada más en México, tras unos comicios como los de 2006 que no lograron siquiera generar consenso electoral, el Presidente en turno declara que, “el mexicano, es el sistema electoral más moderno, mejor estructurado y más eficiente del mundo” (15/ago/06). Sólamente aquí un Partido Verde se pronuncia por la pena de muerte y otro que se presenta como una alternativa a lo que existe, dirime sus procesos internos con actos porriles y una autoridad electoral (el TEDF) convalida el procedimiento. Esas cosas sólo pasan en un país construido sobre mentiras, simulación, ficciones, cinismo y un elevado grado de autoengaño social, inevitable recurso de supervivencia.
Muestrario. Tras casi un año de estar fuera del aire, regresa Carmen Aristegui en un nuevo espacio que a partir de hoy emite MVS, para fortuna de su audiencia y del periodismo crítico, agudo y valiente, como el que hace Carmen. Enhorabuena. Por mi parte, considero un honor incorporarme al programa Encuentros, de Telefórmula, con Miguel Ángel Granados Chapa, Virgilio Caballero y Ricardo Rocha, tres figuras del periodismo por quienes siento un gran respeto profesional y humano.
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