Porfirio Muñoz Ledo
Bitácora Republicana
Al término del sainete desencadenado por el duopolio de la comunicación, sus autores demostraron lo que se proponían: que no existe en México autoridad política capaz de someterlos. Bien decía Karl Popper: "O el Estado regula efectivamente las televisoras o éstas aniquilarán nuestras democracias".
No hay nada más indignante que la protesta estéril, sobre todo cuando proviene de los responsables de los hechos que se denuncian. Culpar al Consejo del IFE por su extrema tibieza frente a la burla ostentosa tiene mucho de coartada. El marco legal lo habilita ciertamente para sancionar pero no le otorga poder sobre el régimen de concesiones.
Hasta la reciente reforma electoral, la Radio y la Televisión no habían aparecido en el texto de la Constitución. Entraron literalmente por la puerta trasera: sólo por lo que se refiere a los procesos electorales y sin ninguna definición sustantiva de su naturaleza jurídica, objetivos y obligaciones generales. Menos aún de la autoridad encargada de regularlas.
Nuestros legisladores han reculado una vez más frente al poder mediático. De poco valdría que retomasen el ejercicio abandonado de una nueva legislación en la materia, acorde con el fallo de la Suprema Corte. La Comisión plural volvería a naufragar en el vaivén de los acuerdos secretos y las cobardías públicas.
Su empeño carecería, además, de sustento constitucional. Desde las conclusiones adoptadas en el 2000 por la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado quedó claro que "el Congreso no tiene, conforme al artículo 73, facultad expresa para legislar sobre esos medios de comunicación".
La fracción XVII de ese ordenamiento dice: "dictar leyes sobre vías generales de comunicación y sobre postas y correos"; redacción que proviene de 1917, cuando las telecomunicaciones no existían y que obviamente no las comprende. Para eludir esa grave laguna, en la ley de 1960 se omitió la exposición de motivos.
El legislador incluyó en cambio -en un anómalo artículo primero- "principios fundamentales", de acuerdo a los cuales "corresponde a la nación el dominio directo de su espacio territorial y en consecuencia del medio por el que se propagan las ondas electromagnéticas·"
El propósito era equiparar las industrias de radio y televisión con otras dedicadas a la explotación de los recursos naturales enumerados en el artículo 27. De esta manera, el aprovechamiento "del aire" por los particulares sólo podría hacerse mediante concesiones otorgadas por el Ejecutivo Federal.
Bajo el manto del nacionalismo económico se consagró un vicioso contubernio entre la Presidencia de la República y los dueños de la comunicación electrónica. En particular la televisión -que había vivido durante catorce años sin ningún estatuto jurídico- quedó indisolublemente vinculada a Los Pinos y viceversa.
Por tales razones propusimos otorgar un fundamento constitucional de corte democrático a la legislación ordinaria, fundado en el derecho a la información. El proyecto distinguía las disposiciones relativas a la libertad de expresión y de imprenta, que se contendrían en el artículo sexto y las normas relativas a los medios de comunicación electrónica, que formarían un nuevo artículo séptimo.
Lo esencial era la creación de un "organismo constitucional autónomo con participación ciudadana responsable de regular esos medios y de otorgar los permisos y autorizaciones respectivos en vista al interés nacional". Ese órgano rendiría cuentas al Congreso de la Unión. Lo llamamos "el IFE de las comunicaciones".
En el marco de la CENCA la propuesta se procesó tanto en el grupo de trabajo sobre Régimen de Estado y Gobierno, donde fue originalmente clasificada, como en el de Garantías Sociales, al que correspondió el texto definitivo. La terca negativa de los legisladores a debatirla no es sólo señal inequívoca de ignorancia sino de confesa complicidad con los propietarios.
El proyecto establece que las empresas "serán concesionarias de un servicio público y respetarán en el contenido de sus emisiones los valores de la nación consagrados en el artículo tercero". La autoridad "promoverá su distribución equilibrada entre entidades públicas, educativas, privadas y comunitarias". Determinará asimismo "los máximos de concentración de los espectros radioeléctricos".
Nuestra jurisprudencia es categórica en el sentido de que, mediando reforma constitucional, no se aplica el principio de retroactividad ni pueden invocarse derechos adquiridos. Así, la adopción de un nuevo régimen conllevaría la virtual terminación de las actuales concesiones y la redistribución justiciera de la baraja.
Ello explica el rechazo feroz de la oligarquía y el pavor escénico del gobierno. Exhibe también la vergonzosa abdicación del Congreso e ilustra la enorme relevancia que tendría un poder constituyente digno de su encomienda.
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