Lydia Cacho
Plan B
Patriotas patito
Desde que era pequeña mi abuelo paterno, que era un militar conservador, gustaba de que su hermana, la tía Eloína, nos llevara a pasear en el Castillo de Chapultepec. Confieso que era maravilloso escuchar las anécdotas de la tía abuela sobre los niños héroes. En aquellos tiempos, hace por lo menos tres décadas, imaginaba a los cadetes enrollados en la bandera lanzándose al vacío para defender a una patria llamada México.
Muchos años después resulta mucho más difícil imaginarme a Felipe Calderón embalsamado en el lábaro patrio por las declaraciones del gobierno estadounidense sobre la corrupción mexicana y la infame guerra contra el narcotráfico.
Los que se enroscan en la bandera por las declaraciones sobre corrupción mexicana se equivocan. Nadie ha dicho que el gobierno estadounidense sea moralmente superior al mexicano; basta decir Bush para entenderlo. Lo que sí digo es que México le pidió al vecino yanqui un préstamo multimillonario llamado Plan Mérida, para entrar a una guerra cuyo cuartel son nuestras calles, los barrios en los que caminamos las mujeres, en los que circulan los niños y niñas que van a la escuela. La guerra contra el narco no se da en espacios aislados, sino en el país entero; en el nuestro, donde las mujeres y hombres hemos aprendido a fuerza de sufrimiento y responsabilidad a reclamar nuestra voz y nuestro voto.
En México, que nos quede claro, nada es gratuito. Y el gobierno estadounidense lo sabe. Por eso pide cuentas, por eso pone límites. Y lo que resulta inaceptable es comprarse el teatro de quienes han pedido asistencia económica, armamentista y militar, y luego se niega a la supervisión. Todo tratado político tiene un precio.
Sí, los estadounidenses venden armas porque su ley lo permite por lamentable que ello sea, pero los mexicanos compran armas porque nuestras fronteras, porosas e ineficientes, permiten la entrada de esas armas. Según los especialistas en seguridad nacional, al menos 50% de las armas ilegales entran a México a través del tráfico ilegal orquestado por cuerpos policiacos aztecas. Los estadounidenses tienen sus propias reglas, los mexicanos casi ninguna para entrar por la frontera norte hacia el sur.
Para frenar el tráfico de armas sí es necesario un acuerdo binacional, pero sin duda la primera regla es mirar hacia adentro. Habría que preguntarnos cuántos agentes aduanales en la frontera norte revisan las cajuelas. Cuántos hablan árabe e inglés. Cuántos se venden por 100 dólares. Cuántos policías tienen un arma oficial y una propia.
Mi abuelo, el militar, decía que el buen juez por su casa empieza. Él, como muchos que están muertos, tenía razón. Hoy me rebelo contra el patriotismo patito, caricaturizado. Antes de lanzarnos al vacío de la falsa dignidad, revisemos las deficiencias propias.
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